Monday, February 28, 2011 | Por Laritza Diversent
LA HABANA, Cuba, febrero (www.cubanet.org) – En Cuba no se teme al dolor
físico, sino a todas las armas del gobierno para reprimir. La más letal:
la ley y sus castigos; el medio perfecto para privarte de todo, tu
libertad, tu casa, tus bienes, el deseo de vivir y de inhibir a todo
cuanto te rodea.
Jeovany Giménez, especialista de primer grado en Medicina General, tal
vez se negó a sentir ese temor, cuando decidió enviar un escrito, el 31
de marzo del 2006, al Comité Central del Partido Comunista de Cuba,
explicando a camisa quitada, como decimos los cubanos, los problemas
neurálgicos del sector de la salud.
Su escrito fue calificado de subversivo y su conducta contraria a los
principios de carácter social, moral o humano que genera la "sociedad
justa y socialista". Su actitud era un peligro para el crédito y
prestación que ofrecía al pueblo, el Ministerio de Salud Pública. Mucho
más, incluso, que la muerte por inanición de más de veinte enfermos
mentales.
Giménez esperó cualquier cosa, reuniones, consejo disciplinarios,
amonestación pública, etc., menos que lo inhabilitaran para ejercer como
médico por tiempo indefinido. Debía pagar la insolencia de cuestionar la
política económica del país, las decisiones que se adoptan sobre la
colaboración médica en el exterior, y el atrevimiento de demandar, para
los trabajadores del sector, un diseño de vida distante a los
"principios de la sociedad revolucionaria".
Jeovany dijo lo que pensaba, pero su escrito no contenía el mensaje
deseado por las autoridades y lo envió al lugar equivocado. Ya lo dijo
Raúl Castro en su último discurso, aceptan "las diferencias de opiniones
expresadas preferiblemente en tiempo, forma y lugar, o sea, en el lugar
adecuado, en el momento oportuno y de forma correcta".
No le perdonaron la sinceridad y el atrevimiento de decir, sin adornos,
que el salario de los profesionales y técnicos de la salud, es
"evanescente" y los lleva a una existencia de agobio, agonía, urgencias
a expensas de pacientes agradecidos, conduciéndolos a una vida sin apego
a la ética médica. Tampoco que la misiva fuera rubricada por 300
trabajadores del sector.
Tenían el juez perfecto, José Ramón Balaguer Cabrera, el destituido
ministro de Salud Pública, cuya impune incompetencia llevó a la muerte a
decenas de pacientes enajenados. Tal vez el ex ministro se concentró
demasiado en castigar a los inconformes. Si hubiese escuchado los
reclamos de Jeovany, a lo mejor el sistema de salud cubano, no cargara
hoy con tan fea mancha.
Las autoridades apelaron al arma ideal, la ambigua Resolución no 8 del 7
de febrero de 1977, que pone en vigor el procedimiento para la
suspensión e inhabilitación de profesionales o técnicos de la salud, por
infringir "las disposiciones legales y reglamentarias vigentes al
respecto, o que actúen con manifiesto desconocimiento del valor social,
moral y humano que la medicina debe tener en nuestra sociedad".
Balaguer, amparado en la referida norma, dictó la suya, la Ministerial
No 248 de 2006. No le importo que la actitud de Giménez Vega no
constituyera una infracción en la disciplina laboral ni que tampoco
tuviera relación con el desempeño de sus funciones como médico. Le
prohibió el ejercicio de la medicina de por vida y en todo el territorio
nacional. No por dejar morir incapacitados mentales de hambre, sino por
decir lo que pensaba.
Si Jeovany hubiese estado involucrado en el caso Mazorra, tal vez la
justicia revolucionaria no hubiese sido tan severa. Sólo a dos de los
profesionales de la salud enjuiciados, le aplicaron como sanción
accesoria, la prohibición del ejercicio de la profesión, pero por igual
tiempo que la pena principal fijada. Incluso, los sancionados disfrutan
de la posibilidad de recurrir la decisión del tribunal.
De igual forma, la justicia socialista, cuando quiere, es lenta. Los
sucesos del hospital Mazorra tardaron más de un año para enjuiciarse. La
sentencia dictada por Balaguer juzgando a Giménez Vega demoró menos de
seis meses.
No le dieron la posibilidad de recurrir su decisión, sólo pudo quejarse
ante la Fiscalía, que no apreció en su caso violación alguna de la ley,
a pesar de que el ministro no alegó precepto legal alguno, que
tipificara la infracción cometida por el joven. En la inhabilitación de
Jeovany como médico, nada tuvo que ver la mala praxis. Más bien fue una
advertencia a los 300 que se sumaron a sus reclamos.
A eso se teme en Cuba: a la ley que legitima la represión y justifica
cada una de las acciones gubernamentales por arbitrarias que sean, y al
castigo ejemplarizante. Los inconformes, los disidentes y todos aquellos
que osen desobedecer, saben a qué se enfrentan: un poder capaz de
hacerlos nada, de enterrarlos para que nunca vuelvan a levantar la
cabeza; el arma letal de revolución cubana.
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