Las arenas de la libertad
By ANDRES REYNALDO
La era del coronel Moamar el Kadafi ha terminado. Otro capítulo se
cierra en el siniestro libro de las revoluciones delincuentes del Tercer
Mundo. Algunos vaticinan que los libios tal vez no puedan (en realidad
quieren decir que no sepan) vivir en un orden democrático. Pero no cabe
duda de que los feroces rebeldes de Bengasi y los manifestantes en las
ensangrentadas calles de Trípoli encarnan el renovado espíritu de la
redención. Nada tan mezquino, entonces, como empañar el sacrificio por
la libertad con las suspicacias de la geopolítica.
Idolo de la izquierda radical y la derecha antisemita, patrón de los
terroristas, aliado de los genocidas, Kadafi destila hasta la caricatura
la esencia de un nuevo género en el mundo de la postguerra: el dictador
arropado en las prestigiosas ideas del anticolonialismo y el
antiimperialismo. Una tenebrosa familia política que, según las
circunstancias y los medios a su alcance, hacía historia a la par que
deshacía sus naciones. En el caso de Kadafi, así como en el de Fidel
Castro, una fotogénica juventud elevaba su proyección mediática. Ambos
con su propio séquito de intelectuales de vanguardia, actores de
Hollywood y magnates y académicos occidentales. Ambos con una fracción
cómplice de exiliados.
Tardíos defensores de Kadafi tratan de probar su legitimidad con el
argumento de su permanencia. Nadie, dicen, puede hacerse temer a lo
largo de 42 años. La respuesta, en alguna medida, es políticamente
incorrecta. El pensamiento progresista posterior a la Segunda Guerra
Mundial, que todavía es una poderosa industria escolástica, ha impuesto
un tabú a la crítica sobre el carácter de algunas sociedades. Podemos
acusar los defectos de franceses, británicos y norteamericanos. Podemos
afirmar, incluso, que los griegos han devenido en un pueblo menor. Pero
mucho cuidado con indagar en el tejido profundo de las republiquetas
socialistas, islámicas, bolivarianas, et al. Una simple y honesta
lectura a la historia nos obliga a admitir que todo dictador se nutre de
la barbarie autóctona, a menos que lo sostenga una fuerza de ocupación.
Esto no traslada a una nación la entera responsabilidad por la
dictadura. Tampoco la disculpa de sus taras. Alemania y Japón, dos
modelos de transición casi perfecta a la democracia, extirparon
literalmente el sector identificado con la dictadura, con medidas que
iban desde el ostracismo, la censura literaria y la privación temporal o
permanente de los derechos ciudadanos hasta la pena de muerte. No se ha
visto una mejor receta.
Samuel P. Huntington observó que muchas de estas pretendidas
revoluciones se inscriben en el marco de ciclos marcadamente
contrarrevolucionarios. En un escenario comparable al de otros países
tercermundistas, la Libia del rey Idris I era una joven nación próspera,
pujante y aliada de Occidente, con una Constitución a la par de las
europeas. Erudito islámico, héroe de las luchas contra el poder colonial
italiano, Idris fue un gobernante sensato, modernizador y compasivo. El
petróleo y el turismo llenaban las arcas de un Estado bien administrado
y afianzaban a una clase media secular y cosmopolita. A Trípoli y
Bengasi aplicaba lo que Lawrence Durrell dijo de la Alejandría de los
años 40 y 50: una ciudad de ``cinco razas, cinco lenguas y una decena de
credos''. La foto de Idris ha vuelto a las calles en estos días de rebelión.
En un final de macabra justicia poética, las dictaduras siempre acaban
por destruir su matriz. Una vez que han exterminado a los valientes, los
decentes, los portadores de la riqueza y la alegría, comienzan a caer
los resentidos, los carceleros, los verdugos, los oportunistas, los
parásitos. En las tumbas anónimas de Libia reposan hoy los auténticos
mártires de la democracia junto con los seudoiluminados oficiales que
traicionaron a un monarca sabio y amante de su tierra, los ignorantes y
perezosos beduinos que arrasaban por puro placer los viñedos y olivos de
los colonos italianos, los agentes secretos que partían en la noche a
ejecutar a los exiliados en Londres y El Cairo, los jóvenes delincuentes
entrenados para nutrir las filas del terrorismo internacional, la chusma
sedienta de caos y vasallaje. Vestido como Indira Ghandi y rodeado por
una prole de sicópatas, con el rostro deformado por el botox y la mente
embotada sabrá Dios por cuál sustancia, Kadafi desciende a su infierno
con el certificado de defunción de un mito.
ara los cubanos, este desenlace guarda un vicario significado. Kadafi y
Castro constituyeron por muchos años un mismo eje terrorista. La
izquierda más recalcitrante y obtusa los veía como gemelos de una eterna
Madre Revolución. Siervos del mismo amo de la Guerra Fría, se elogiaron
y condecoraron mutuamente. Charles de Gaulle decía que las lecciones de
la Historia no son pesimistas. ``Siempre hay momentos'', recordaba, ``en
que la voluntad de un puñado de hombres libres rompen las barreras del
determinismo y abren nuevos caminos''. Por las calles de Misrata, por
las cambiantes arenas de Al'Aziziyah, ya estos hombres son muchedumbre.
La barbarie autóctona también tiene su némesis
http://www.elnuevoherald.com/2011/03/27/v-fullstory/910698/andres-reynaldo-las-arenas-de.html
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