Entre comunistas y católicos
RAFAEL ROJAS 25/06/2010
Las conversaciones entre el cardenal Jaime Ortega Alamino y el general
Raúl Castro propiciaron algunos ademanes -desfiles de las Damas de
Blanco sin "actos de repudio", traslado de 12 presos políticos a centros
de detención en sus lugares de origen, licencia extrapenal de Ariel
Sigler Amaya, pronunciamientos de personalidades de la cultura insular a
favor de la liberación de opositores, juicio a Darsi Ferrer y fin de
condena en arresto domiciliario- que no por insuficientes y tardíos
dejan de ser promisorios. Varios medios han asegurado que es la primera
vez que el Gobierno cubano reconoce como mediador a un actor nacional,
pero lo cierto es que ese tipo de conversaciones entre las jerarquías de
la Iglesia católica y el Partido Comunista tienen lugar, por lo menos,
desde los años setenta y casi siempre han contemplado el tema del
presidio político.
En octubre de 1978 se produjo el llamado "primer diálogo" entre un
sector del exilio y el Gobierno de Fidel Castro, que logró, además del
inicio de los viajes de emigrantes a la isla, la liberación de 3.600
presos de conciencia, casi todos, arrestados 17 años atrás. Dos líderes
del exilio involucrados en aquel proceso, la académica católica María
Cristina Herrera y el banquero judío Bernardo Benes, han narrado el
papel de la Iglesia en aquella negociación. Aquel entendimiento tuvo a
su favor la distensión diplomática del presidente Jimmy Carter, su
énfasis en los derechos humanos, pero también las aproximaciones entre
católicos y comunistas cubanos y latinoamericanos, generadas por el auge
de la Teología de la Liberación.
Durante 30 años las relaciones entre Iglesia y partido, agenciadas por
la Oficina de Asuntos Religiosos de este último, han sido fluidas y a la
vez tensas. En más de una ocasión, la jerarquía católica ha demandado
mayores espacios de comunicación para realizar su labor pastoral y ha
cuestionado diversas políticas oficiales: desde las que fomentan la
intolerancia y el autoritarismo hasta las que favorecen la diversidad
sexual y el derecho al aborto. No pocas veces el Gobierno cubano ha
limitado el liderazgo cívico de la Iglesia, a pesar de su disposición a
reconocerla como la principal institución de la sociedad civil cubana,
como se constató en los años previos y posteriores a la visita del papa
Juan Pablo II, en 1998.
Dicho esto, habría que reconocer los beneficios del diálogo católico
para la democratización de Cuba, sin ocultar sus límites. Existe en
ambas jerarquías, la comunista y la católica, una dañina tendencia a
presentar ese diálogo como "nacional" o como si en el mismo estuvieran
representadas todas las voces de la sociedad cubana. Se trata, como le
gusta decir a Fernando Savater, de una aplicación de la figura
retóricade la sinécdoque al proceso de representación política, por la
cual una parte se arroga el derecho a hablar por el todo. Las
exclusiones de ese diálogo son evidentes, como puede comprobarse, por
ejemplo, en las más importantes publicaciones de ambas instituciones:
opositores o críticos liberales, democristianos o socialdemócratas son
estigmatizados o silenciados en las mismas.
El reconocimiento de la Iglesia católica como institución básica de la
sociedad civil tiene sentido toda vez que la misma cuenta con una
feligresía o una identificación confesional -por muy flexible que sea-
de más de la mitad demográfica cubana, dentro y fuera de la isla. Dicho
reconocimiento hace visible, al menos, un pedazo de la pluralidad
ideológica de Cuba, ya que doctrinalmente el catolicismo, lo mismo en
Roma que en La Habana o Miami, no puede suscribir la ideología
marxista-leninista ni el orden institucional del socialismo cubano. La
Iglesia no se opone públicamente a dicha ideología ni a dicho sistema, y
los da por legítimos, pero tampoco oculta su discrepancia filosófica o
moral con los mismos.
Sin embargo, ese reconocimiento también implica el ocultamiento o la
marginación de otras iglesias, instituciones o asociaciones de tipo
religioso, racial o cultural, que también forman parte de esa sociedad
civil. No pocas veces el discurso oficial presenta a la Iglesia católica
como frontera del pluralismo, es decir, como si esa institución fuera la
única alternativa tolerable -por ser "verdaderamente representativa"-,
con lo cual se justifica la intolerancia, ya no de otras instituciones o
asociaciones de la sociedad civil, sino de las organizaciones opositoras
de la sociedad política. Salvando distancias, ese arreglo tiende a
reproducir, con la hegemonía de la Iglesia católica en la sociedad
civil, la hegemonía del Partido Comunista en la sociedad política.
No podría valorarse el diálogo reciente entre Iglesia y partido en Cuba
sin medir sus alcances reales. Esta vez, a diferencia de otras
negociaciones en el pasado reciente, la Iglesia no ha pedido mejores
condiciones para su labor pastoral, sino liberaciones de presos
políticos. Se trata, pues, de una demanda de amnistía que no puede
satisfacerse con un editorial de Granma, la bienvenida al canciller
Mamberti o el debate académico de la Semana Católica. No queda más
remedio que concluir que el compromiso del Gobierno con la mediación de
la Iglesia ha sido, hasta ahora, ambivalente: solo 12 presos fueron
trasladados, no liberados, y la misma semana que se produjeron los
primeros traslados la policía detuvo a 38 opositores, durante más de 48
horas, para impedir que se reunieran en casa del líder liberal Héctor
Palacios.
Hay, por lo visto, una diferencia entre la coyuntura actual y la de hace
30 años, cuando el Gobierno concedió la mayor liberación de presos
políticos del último medio siglo. Entonces La Habana negociaba desde la
estabilidad y la consolidación nacional e internacional; ahora debe
negociar desde la incertidumbre y el cuestionamiento doméstico y
foráneo. Lo peor de un sistema totalitario que negocia o aparenta
negociar en su decadencia no es tanto la irrealidad de lo que pide como
la precariedad de lo que ofrece a cambio de permanecer inmutable. El
deterioro de los derechos políticos en Cuba es tal que ni la más
generosa amnistía lo resuelve.
En toda negociación no solo se sopesan costos y beneficios de lo que se
demanda y lo que se concede: también se intercambian símbolos y efectos
colaterales. Es evidente que el Gobierno cubano decidió alentar la
revocación de la Posición Común de la Unión Europea por medio de la
buena voluntad de Roma y Madrid. Aunque haya ofrecido poco y con un
perverso manejo de los tiempos -dos días antes de la reunión de los
cancilleres en Luxemburgo se produjeron los últimos traslados-, la
Iglesia sale reforzada, ya que consolida su posición mediadora ante los
familiares de los presos, la oposición, el exilio y buena parte de la
ciudadanía insular y la comunidad internacional.
En su negociación con la Iglesia, el Gobierno demostró que entiende a
los presos políticos como moneda de cambio. Los traslados y la
suspensión de actos de repudio contra las Damas de Blanco fueron apenas
un tanteo de la posibilidad de flexibilización de la política europea
hacia la isla, alentada por Madrid y Roma. Además de esperar hasta el
último minuto, los líderes cubanos no han resistido la tentación de
enviar mensajes contradictorios: cancelaron el viaje a la isla del
relator de la ONU contra la tortura, Manfred Nowak, y liberaron a
Sigler, condenaron a Ferrer y lo enviaron a su casa.
Las negociaciones con una dictadura, podría pensarse, son así. Pero no
deja de ser trágico que una de las piezas de ese intercambio sea la
libertad de 200 opositores pacíficos, injustamente encarcelados por
delitos de asociación y conciencia.
Rafael Rojas es historiador cubano y exiliado en México. Ha ganado el
primer Premio de Ensayo Isabel Polanco con Repúblicas de aire.
http://www.elpais.com/articulo/opinion/comunistas/catolicos/elpepiopi/20100625elpepiopi_4/Tes
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