En 1957, Fidel Castro utilizó una entrevista en The New York Times para
hacer creer que contaba con más fuerzas. Ahora sigue con sus trucos e
intenta camuflar la represión y cualquier vestigio de oposición política
ANTONIO JOSÉ PONTE 31/03/2010
En febrero de 1957, dos meses después de haber desembarcado en Cuba con
más de 80 hombres, Fidel Castro contaba por tropa con menos de una
veintena. Al desembarco le habían sucedido ataques aéreos, delaciones de
los campesinos de la zona, y parecía improbable la sobrevivencia de unos
rebeldes en aquellas serranías. Fulgencio Batista, dictador, dio por
muerto al cabecilla. La prensa empezaba a reconocerlo así. Pero en su
edición del 17 de febrero, The New York Times publicó una entrevista de
Herbert L. Matthews con Fidel Castro.
Matthews, que había sido admirador del ejército republicano durante la
Guerra Civil Española y del ejército de Mussolini en la campaña
abisinia, no ocultaba su entusiasmo por aquellos rebeldes. Según su
testimonio, cientos de hombres componían la guerrilla cubana y, mientras
daban por muerto a Fidel Castro, el ejército regular comenzaba a perder
la guerra.
La atención del diario estadounidense constituía un golpe maestro de
publicidad a favor de las menguadas fuerzas revolucionarias. Al
desmentido de la caída de su líder venían a sumarse noticias de un
avance militar que Matthews daba por cumplido, aunque estaba por
ocurrir. De inmediato se pondría en marcha la maquinaria propagandística
revolucionaria: simpatizantes de la causa enviaron 3.000 ejemplares del
diario a miembros del directorio social de La Habana.
Tan sólo un par de años después de alcanzado el triunfo de sus armas, de
visita en Estados Unidos, Fidel Castro revelaba el truco empleado ante
el corresponsal del diario The New York Times. Confesó haber
multiplicado las entradas y salidas de sus hombres y valerse de algunos
cambios de indumentaria hasta forjar la ilusión de una tropa numerosa.
Fidel Castro iniciaba su andadura en los medios internacionales gracias
al ardid de quien, en una puesta teatral, organiza un vistoso séquito a
pesar del bajo presupuesto. No había mentido, sino que adelantaba un
tiempo en el cual sus tropas serían así de numerosas. Tampoco alardeaba
de falsas batallas decisivas, sino que apremiaba la celebración de
éstas. La maquinaria propagandística de la revolución no falseaba los
hechos, profetizaba.
Ya en el poder, apoyado por multitudes, el jefe de la revolución no
necesitaba inventarse soldados. La creación de milicias, la
obligatoriedad del servicio militar y la fundación de círculos de
vecinos constituían, sumados al ejército, una fuerza magnífica,
indestructible. No obstante, él seguiría con sus trucos. Ahora (un ahora
que dura desde hace más de medio siglo) se trataba de hacer desaparecer
todo vestigio de oposición política. No de crear tropa, sino de negarle
presencia a ésta, por escasa que fuera. De ahí su negativa a reconocer
la existencia de prisioneros de conciencia dentro de Cuba. De ahí su
necesidad de camuflar toda represión ejercida desde el Gobierno.
Si en 1957, menguadas sus fuerzas y corriendo la noticia de que todos
estaban muertos, se permitía una salvadora triquiñuela hasta alcanzar
las planas de The New York Times, con tal de mantenerse al mando
practicaría recursos no muy distintos. Empeñado en alardear de paz y de
justicia social ante el mundo, acudiría una vez más a los disfraces: las
fuerzas encargadas de reprimir en público visten en Cuba de paisano,
pasan casualmente por allí, sufren de indignación espontánea. No son, en
modo alguno, porra entrenada y a sueldo. De modo que cualquier Herbert
L. Matthews que presencie esos episodios jurará que, por penosos que
sean, no cabe en ellos violencia de Estado. Muy por el contrario, cuando
la policía aparece lo hace en función de proteger a los agitadores.
La versión oficial falsea los dos términos de cualquier ecuación de
violencia que se le presente. De quienes se arriesgan a exteriorizar su
desacuerdo dirá que son mercenarios del Gobierno estadounidense. De
quienes la emprenden contra aquellos, que son defensores voluntarios de
la revolución. Desprestigiados los primeros y metamorfoseados los
segundos (de cancerberos de oficio en ciudadanos preocupados), la
violencia callejera queda vaciada de todo contenido gubernamental. Y,
hecha esta operación, la responsabilidad por cualquier imagen infeliz
que trascienda no incumbe a las autoridades. Porque ni ejército ni
policía parecen participar en el desorden.
Estos y otros subterfugios se han hecho evidentes en las recientes
imágenes de violencia alrededor de las Damas de Blanco. El grupo de
mujeres asiste a misa, marcha en protesta por las calles, y suele
distinguirlo, además del color de sus ropas y la espiga de gladiolo que
porta cada una, la turbamulta de acosadores y el cordón policial que
aparenta protegerlas, capaz de ir contra ellas en cuanto lo considera
oportuno. (Se trata de un cordón epidemiológico, no ordenado para cuidar
a esas mujeres, sino para evitar el contagio de quienes quedan fuera del
círculo).
Desde hace siete años, desde la primavera en que sus esposos e hijos
entraron en la cárcel, las Damas de Blanco arrastran sus exigencias.
Pero ha sido hace poco, avivada la campaña por el fallecimiento en
huelga de hambre de Orlando Zapata Tamayo, que tanta persistencia ha
comenzado a ser atendida ampliamente fuera de Cuba. (Reina Luisa Tamayo,
madre del prisionero muerto participa también en las jornadas de
protesta). En una época en la que abundan los movimientos civiles
asociados a determinado color (revolución verde en Irán, monjes azafrán
en Birmania, camisas rojas en Tailandia), las Damas de Blanco pueden
aspirar a convertirse en iconos. Comienzan a serlo ya.
Gracias a ciertas facilidades tecnológicas (Internet, móviles, redes
sociales, blogs, memorias miniaturizadas), la información censurada
hasta hace poco escapa del cerco policial. Regresa al país en señales
captadas por antenas clandestinas, circula en memorias escabullibles.
Gracias a la telefonía móvil pudo seguirse el muy vigilado entierro de
Orlando Zapata Tamayo. El enlace prestado por blogueros permitió
testimoniar a su madre. Las denuncias de abusos cometidos dentro de las
cárceles consiguen hacerse públicas. Es posible escuchar discursos
largamente silenciados, quedan expuestos los mecanismos de represión
estatal: fotos y grabaciones ayudan a la identificación de los mismos
figurantes en distintos episodios de violencia. La dramaturgia
revolucionaria queda, por fin, al descubierto.
Décadas después del encuentro en la Sierra Maestra, Herbert L. Matthews
se arriesgaba a afirmar: "Si Fidel Castro ha acarreado tragedias a
algunas familias, creo demostrable que ha traído una vida mejor para la
mayoría de los cubanos". Y agregaba: "Si esto no sucede hoy y para las
viejas generaciones, lo será mañana para los jóvenes".
Aquel encuentro pareció desencadenar lo profético en ambas partes. Fidel
Castro se trajo desde el futuro tropa fresca y campaña ganada. No menos
profético, Matthews extrajo conclusiones acerca del benéfico influjo de
su entrevistado en la vida de todo un pueblo. Y, si acaso el presente le
negaba la razón (incluso tantas décadas después de aquella entrevista),
alguna vez arribaría el tiempo exacto para su frase.
El país en ruinas, la salida masiva de jóvenes hacia el exilio, la
censura y persecución de toda alternativa: tantas señales a la vista
permiten contradecirla. Y, desde que el discurso oficial no se toma el
trabajo de hacer promesas, sólo muy descabelladamente podría pensarse en
un cumplimiento futuro del dictamen de Matthews, más equivocado aún que
a la hora de inventariar a la guerrilla.
Quien fuera noticia en la edición del 17 de febrero de 1957 de The New
York Times vive todavía. Las esperanzas puestas en que él o su hermano
se encargarían de los cambios necesarios han sido defraudadas
sostenidamente. Los dos viven para las profecías de signo contrario a la
que Matthews sostuviera: habrá que ver con cuánto ensañamiento van a
administrar la condena internacional sobre su régimen. Porque las
semanas últimas han traído algunos cambios para los asuntos de Cuba,
dentro y fuera. El más notorio de ellos, la comprobación de que toda esa
violencia constitutiva del régimen castrista cuenta con testigos, que
estos se muestran dispuestos a declarar, y hay cada vez más gente en el
mundo decidida a escucharlos.
Antonio José Ponte es vicedirector de Diario de Cuba (www.ddcuba.com).
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