ÁLVARO VARGAS LLOSA
Martes, 29-09-09
HACE semanas, Hilda Molina, neurocirujana delicada y de voz suave,
consiguió una improbable victoria contra el titánico régimen de Cuba
cuando pudo abandonar La Habana para reunirse con su hijo y sus nietos
en Argentina. Escuchando su historia en un restaurante de Buenos Aires,
se me ocurre que la medida de la satrapía caribeña no está en cómo trata
a sus enemigos sino a sus hijos.
Hilda fue la primera neurocirujana de su país. En 1989, fundó el Centro
Internacional de Restauración Neurológica. La institución llamó la
atención; a comienzos de los 90, era lo suficientemente prestigiosa en
la comunidad científica como para que Fidel Castro la utilizara
políticamente. El partido presionó a Hilda sin tregua para que se
convirtiera en diputada de la Asamblea Nacional, actividad
«extremadamente aburrida» porque de ella y sus colegas «lo único que se
esperaba era que aplaudiéramos». Colaboró, afirma, en aras de su
«vocación científica».
Castro se volvió un visitante frecuente de su institución... hasta que
en 1991 el Ministerio de Salud comunicó a Hilda que el centro tendría
que dedicar sus esfuerzos a los extranjeros con dólares a expensas de
los pacientes cubanos. Cuando se quejó, le recordaron que tenía una
madre anciana y un hijo, el neurocirujano Roberto Quiñones.
Comprendiendo la amenaza, Hilda aconsejó a Roberto que aprovechara un
viaje profesional al exterior para exiliarse. Él hizo exactamente eso,
afincándose con su esposa, que es argentina, en Buenos Aires, donde tuvo
dos hijos.
Cuando Roberto partió de Cuba, Hilda renunció a su cargo en el centro y
a su escaño en la Asamblea Nacional, y devolvió sus medallas. Fue el
inicio de un calvario de quince años. Le montaron varios «actos de
repudio» -agresiones al estilo pogrom contra los disidentes- y las
autoridades la vilipendiaron. «Mi único consuelo», sostiene, «además de
mi madre, fueron algunos amigos valientes, críticos del gobierno, que me
ayudaron en las peores circunstancias». Estuvo muy cerca de figuras como
Dagoberto Valdés, Martha Beatriz Roque y las Damas de Blanco.
Hace algunos años, cuando Néstor Kirchner solicitó a Castro que le
permitiera visitar Buenos Aires, el dictador bramó: «¡Nunca!». Castro
acusó a Hilda de ser un «excelente material para el chantaje». Para
entonces ella era una «causa célebre» internacional.
Castro inventó que a lo que Hilda aspiraba era a volverse propietaria
del centro para su «explotación capitalista», acusación que suscita la
pregunta: ¿cincuenta años de comunismo no han erradicado la codicia
capitalista de la isla? Ha sido criticada asimismo por un pequeña
minoría de Miami debido a que su centro participó en algunos estudios
relacionados con el trasplante de tejido nervioso embrionario en la
búsqueda de una cura para el Parkinson. Pero es un tipo de investigación
realizado también en los Estados Unidos, y otros países bajo un estricto
protocolo internacional.
En 2008, su madre, ya nonagenaria, pudo marcharse. Hilda pensó que nunca
la volvería a ver. Pero a la neurocirujana, que recobró su fe católica
hace algunos años, le fue finalmente concedida la autorización para
viajar en parte gracias a la gestión de la Iglesia (no, cincuenta años
tampoco han erradicado eso). Llegó a Buenos Aires hace algunas semanas.
Mientras escucho a Hilda, pienso que su historia no revela la tragedia
sino la perfecta farsa que es el comunismo de Cuba. ¿Qué otra cosa puede
decirse de un régimen que reserva sus instituciones médicas para los
dólares capitalistas en nombre de la abolición del capitalismo y que
durante quince años, en nombre del anti-imperialismo, impide que una
dama traspase las fronteras para reunirse con su hijo? Sí, una farsa
perfecta.
Hilda Molina en Buenos Aires - Opinion_Colaboraciones - Opinion - ABC.es
(29 September 2009)
http://www.abc.es/20090929/opinion-firmas/hilda-molina-buenos-aires-20090929.html
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