Columnistas 29 abril, 2011
Por Juan Ramón Martínez
Durante cincuenta y dos años, Cuba ha producido resultados
extraordinarios que no hay que pasar por alto. El primero de ellos es la
creación y operación de un Estado paternal, estrechamente vinculado con
la mentalidad y la conciencia popular. Igual que para los chinos, el
gobierno –encabezado por Fidel Castro especialmente– no es nada extraño
a la vida de la ciudadanía, sino que algo cercano y familiar.
Responsable de su seguridad, de su existencia y de su felicidad. La
segunda obra singular de los revolucionarios cubanos, es la forja de
unas Fuerzas Armadas fuertes y autónomas, con capacidad para dominar
cualquiera sublevación interna y para movilizar a la población en una
eventual, pero lejana posibilidad de una invasión armada por parte del
gobierno de los Estados Unidos. El tercer de los éxitos, es el montaje,
con el PC en la base, de un sistema de "participación democrática", en
la que las decisiones son tomadas con alta contribución de los grupos
desde abajo, que al ser consultados les ha confirmado que el sistema
público y el gobierno, le pertenecen porque son suyos.
Pero la Cuba revolucionaria ha cometido un error enorme: no pudo crear
una burocracia, independiente del Partido Comunista, con capacidad y
eficientes para producir resultados que determinaran beneficios para el
pueblo. Ayudó mucho a la comisión de este error, el concepto dependiente
que manejó Fidel Castro desde el principio, jugando a los extremos, para
pactar con uno de ellos; y luchar en contra del otro. Mientras se
mantuvo la Unión Soviética, pudo pactar con esta para luchar como peón
suyo en la "guerra fría" en contra de los Estados Unidos. Desde 1989,
Cuba quedó sin aliado, sin un país que le subsidiara las deficiencias
creadas por una burocracia manirrota, politizada y sin exigencias
mínimas de calidad en los resultados. El que valiera más la militancia
comunista que los resultados al frente del cargo, le ha impedido a la
revolución enfrentar las dificultades económicas y, lo peor, producir
generaciones de relevo para preservar un modelo político que corre el
riesgo de morirse en el momento en que entierren a la generación que la
produjo. Raúl Castro sabe de este error; y por consiguiente, como lo
acaba de declarar en su vitriólico ataque a los obstáculos que le oponen
a sus reformas económicas, los grupos políticos agazapados en una
burocracia que no tienen mucho que ver con los chinos, forjados en otros
valores y consideraciones culturales que los caribeños cubanos, más
interesados en la vida fácil que tanto incomodaba al Che Guevara en sus
sueños por producir un nuevo hombre para sostener un proceso
revolucionario que no se podía basar en simples bebedores de ron,
cantadores de guarachas o interminables conversadores poco interesados
en la disciplina en el logro de resultados. Ahora cuando se agota el
tiempo histórico personal de la generación que hizo la revolución, como
dice Fidel Castro, Cuba no tiene la generación de cambio
correspondiente. Los jóvenes a los que se les quiso preparar sobre la
marcha –Carlos Lage, Pérez Roque entre otros– para que sucedieran a los
históricos, no estuvieron a las alturas de las exigencias casi
monásticas de la que hiciera la revolución 52 años antes. De allí que,
prácticos como son los revolucionarios cubanos, echan mano del ejército
y establecen –cosa que nos ha sorprendido a todos– medidas de limitación
en el ejercicio de los cargos de dirección, con lo cual dan un paso en
dirección a la democracia representativa, cuyo mayor mérito es pasar de
una oligarquía, como la que existe en Cuba actualmente, a poliarquías
que se sucedan ordenadamente en el ejercicio del poder, facilitando
posiblemente sin quererlo, una suerte de democracia a la China, en donde
lo que vale no es solo el voto, sino que más bien los méritos que hacen
posible sus ascensos dentro de una democracia éticamente comprometida.
Cuba no cerrará las puertas y tampoco entregará sus posiciones como
creían algunos inocentes. Ni tampoco caerá en brazos de los Estados
Unidos, una vez que mueran los miembros de la generación histórica.
Especialmente si tienen éxito en la creación de una burocracia, basada
en los méritos y en el comportamiento ético, más que en la adhesión al
Partido Comunista. Desafortunadamente, los cubanos no tienen a un
Confucio. Castro ha empezado a escribir muy tarde. No dejará lección
suficiente, para que sea el catecismo que usen los cubanos a su muerte.
No podrá como quieren todos, seguir gobernando después de su muerte.
http://www.latribuna.hn/2011/04/29/los-errores-cometidos-en-cuba/
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