La estampida
VERÓNICA VEGA | La Habana | 27 de Agosto de 2016 - 09:15 CEST.
Tuve en séptimo grado una maestra de Español y Literatura tan
excepcional, que unos años después la busqué en la misma secundaria,
donde pude verla por última vez. Conversamos en la quietud de la
cátedra, antes de las clases vespertinas.
Era el año 1984. Al despedirnos, me pidió que permaneciera en la cátedra
hasta que terminara el acto político y entraran los estudiantes a las
aulas. El efecto ella me lo había descrito, pero igual me estremecí: los
pasos precipitados y voces de los adolescentes por escaleras y pasillos
se sentían como una bestial estampida. Si uno se abstraía de la
situación y se centraba solo en el sonido, sentía pánico.
Mi exprofesora lo había comentado como la expresión de una realidad que
ya ella consideraba alarmante. Hoy me pregunto, de estar viva ella y en
Cuba, qué diría de la evolución de aquella incipiente incivilidad, que
ha permeado incluso a sus colegas, supuestos instructores y ejemplo para
las nuevas generaciones.
Me pregunto también si la causa directa fueron los actos de repudio, aún
recientes mientras sosteníamos aquella conversación, actos que formaron
parte del programa pedagógico (en los que ignoro si ella participó), y
encarnaban la oficialización del irrespeto, la crueldad y el vandalismo.
O si la causa se puede rastrear más lejos, en aquellos gritos también
autorizados de "¡Paredón!" en los albores de la revolución, o si es
culpa de una inercia histórica o genética. Pero, ¿cómo encontrar las
raíces de este mal al que hoy dedican hasta spots televisivos, y donde
se mezclan el instinto de supervivencia y el oportunismo político?
La naturaleza del ser humano es la misma en todas partes. Depende de los
líderes sociales el cómo se maneje. La revolución cubana, con su
tentador discurso de igualdad social y futuro rutilante para los
desposeídos, ha basado su duración explotando década tras década un
mismo elemento: la incertidumbre.
La expropiación, la subordinación total al Estado (esa entidad
omnipotente y sin rostro), y el manido método de "premio y castigo", son
estrategias de desestabilización sumamente efectivas. Es un hecho
ultraconocido que la mayoría se alía al que tiene el poder, no por
principios morales sino por mero instinto de supervivencia.
Haciendo un rastreo minucioso del pasado revolucionario, podríamos
preguntarnos: ¿cómo esperábamos disfrutar de un Estado de derecho si
nunca hubo elecciones libres? ¿Si desde un inicio se estableció un
partido único? ¿Por qué nos creíamos camino al desarrollo si dependíamos
de la Unión Soviética, alianza que nos obligaba incluso en términos de
ideología? ¿En qué se basaba la esperanza de prosperidad si jamás
tuvimos salarios funcionales y su déficit siempre se completó con desvío
de recursos o prebendas a cambio de confiabilidad política?
¿Cómo llegamos a creernos ejemplo de justicia social si se prohibía la
religión, se discriminaba a los homosexuales, a los rockeros, o a
cualquiera que disintiera de lo establecido? ¿Qué interpretación
torcida hicimos de la libertad viendo cómo se nos controlaba la salida y
entrada al país, se cuestionaban nuestras relaciones con extranjeros o
emigrados, el acceso a la información, y los medios pertenecían
íntegramente al Estado? ¿Por qué nos considerábamos patriotas si
estábamos dispuestos a discriminar y hasta maltratar a un coterráneo si
tan solo declaraba querer salir del país?
¿Dispuestos a aprobar el que se excluyera la obra y la presencia de
artistas, intelectuales, cualquier personalidad incómoda al Gobierno? ¿A
estigmatizar como traidores y apátridas a los que se iban?
Cómo esperábamos cosechar una sociedad organizada y próspera si nunca se
pudo expresar abiertamente ni lo que no funciona, y lo primero que se
les enseña a los niños al incorporarse a la escuela es a decir lo que
conviene y no lo que piensan. Cómo pudimos creer que de semejante
combinación surgirían ciudadanos sensibles, respetuosos de la virtud,
con sentido del honor…
La estampida de estudiantes que escuché aquel día, asustada como mi
profesora, era quizás el único acto de espontaneidad que nunca nos
pudieron arrebatar: correr desenfrenados para alcanzar una guagua,
llegar primero que el otro antes de que se agote el alimento, el
producto de aseo, la ropa y hasta el uniforme que nos exigen portar.
Competir década tras década en esta carrera de supervivencia que no
termina, correr como los cubanos que ahora se internan en selvas
colombianas con tal de no ser deportados a la isla, su patria.
La incertidumbre como estrategia, la violencia como reacción. Mientras
no se tiene como base mínima una seguridad, el animal desplaza al ser
social para garantizar su existencia. En ese estado elemental hemos
resistido y hemos construido la única sociedad posible en circunstancias
inciertas: con la improvisación, la desesperación y el atropello.
El nivel que le sigue, tan ansiado y esperado mientras seguimos
reaccionando con todos los matices de la desesperación (mientras la
estampida prosigue, mar afuera), el nivel de la certidumbre que
permitiría el nacimiento de una civilidad, se nos seguirá relegando
todavía hasta lo imposible, se mantendrá en la bruma de la promesa.
Hasta que el edificio se venga abajo por su propia chapucera
construcción, en la que se adulteraron y escamotearon incluso los
cimientos.
Source: La estampida | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1472282139_24892.html
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