La censura: origen psicopatológico
CARLOS ALBERTO MONTANER | Miami | 31 Oct 2013 - 1:00 am. | 12
¿Por qué hay gobernantes que necesitan tener razón siempre, y, cuando no
la tienen, ocultan la realidad, deforman los hechos y convierten la
divulgación de la información que los contradice en un delito de lesa
patria?
En foros como este, generalmente, y es una labor muy útil, se suele
hacer una descripción detallada de cuáles son los peligros que acechan a
la libertad de prensa, quiénes son sus más encarnizados enemigos y
cuáles son las deplorables acciones que realizan.
No obstante, voy a acercarme al fenómeno desde una perspectiva
diferente: ¿por qué sucede? Es decir, ¿por qué hay gobernantes que
requieren del aplauso absoluto de la sociedad? ¿Por qué hay personas
que necesitan silenciar a sus opositores y construir un mundo irreal de
apoyos, como aquellas "aldeas Potemkin" que se construían en Crimea para
persuadir a la implacable zarina y a quienes visitaban a Rusia de que en
el enorme país se vivía una realidad espléndida y próspera?
¿Por qué estos gobernantes dedican enormes recursos a la innoble tarea
de edificar sociedades corales que repitan mecánicamente el discurso
oficial, y con el objeto de lograr esa extraña conducta de los asustados
ciudadanos, convertidos en súbditos obedientes, están dispuestos a crear
estados policíacos dedicados a vigilar y confirmar que todos suscriban
las mismas ideas y a castigar a los que se desvíen del guión obligatorio?
¿Por qué el gobierno de Cuba, y en menor escala (todavía) los de
Venezuela y Nicaragua, impiden las manifestaciones de los opositores y
las enfrentan con actos de repudio orquestadas por la policía política
para acallar las voces de protesta, como si la unanimidad fuera un
comportamiento normal, cuando sucede exactamente lo contrario?
¿Por qué se presentan los actos de repudio, esos pogromos modernos, como
si fueran expresiones espontáneas de la sociedad ofendida por los
disidentes, cuando todo el mundo sabe que se trata de manifestaciones de
odio organizadas y dirigidas por el grupo dominante para aplastar o
silenciar la inconformidad de ciertas personas y, de alguna manera, para
ratificar el supuesto apoyo mayoritario que tienen el líder supremo y su
gobierno?
¿Por qué hay gobernantes que necesitan tener razón siempre, y, cuando no
la tienen, ocultan la realidad, deforman los hechos y convierten la
divulgación de la información que los contradice en un delito de lesa
patria?
¿Quién puede creer en la neurótica uniformidad de Corea del Norte? ¿No
se ha visto, tras la caída de todas las dictaduras, las de derecha e
izquierda, que esos regímenes monolíticos, empeñados en mostrar
panoramas sociales y políticos uniformes, son pura coreografía dirigida
por los comisarios políticos?
En definitiva: ¿por qué ocurre este comportamiento anómalo?
La primera observación, bastante obvia, es que, generalmente, detrás de
cada dictadura suele haber un caudillo. Es cierto que, en algunas
oportunidades, más bien raras, son dictaduras institucionales que
renuevan cada cierto tiempo la cabeza dominante, como sucede en la China
postmaoísta, que hoy es algo así como un despotismo capitalista salvaje,
pero lo usual es que al frente de ese tipo de Estado exista una figura
descollante, un mono alfa que determina la mayor parte de las acciones
que se toman.
La segunda observación es que esa criatura que encabeza al Estado y se
confunde con él y con el partido de gobierno, incluso con la historia,
donde presume que arraiga su legitimidad, suele ser un tipo intolerante
con la crítica. Persigue a quienes tienen opiniones diferentes, trata de
aplastar a quienes lo juzgan negativamente, y da por sentado que
cualquier desviación de la línea oficial, o incluso cualquier omisión de
los aplausos y halagos habituales que cree merecer, son obra de una
oscura conspiración pagada por extranjeros malvados y ejecutada por
canallas incalificables que traicionan los intereses sagrados de la patria.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué, por solo citar algunos dictadores, Fidel
Castro, Evo Morales, Rafael Correa, Rafael Leónidas Trujillo, Adolf
Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco, José Stalin y tantos otros
caudillos dictatoriales, carecen de tolerancia a la crítica?
A Fidel Castro lo llaman Máximo Líder, y se sabe que una de las
"causas" que le llevó a fusilar al general Arnaldo Ochoa, o a sacar del
poder sin contemplaciones a Carlos Lage y a Felipe Pérez Roque, fue
descubrir, por medio de su servicio de inteligencia, que se burlaban de él.
Adolf Hitler era el Führer, el Líder. Benito Mussolini era Il Duce,
palabra derivada de dux, una especie de general. Mao era "El Gran
Timonel". El dominicano Rafael L. Trujillo, uno de los más feroces y
temidos, se hizo llamar Generalísimo, como Francisco Franco, y le puso
su nombre a la capital del país para equipararse con George Washington.
En las casas se colocaban retratos de el dictador con una leyenda: "Dios
y Trujillo". Contradecirlo era como contradecir a Dios.
Por supuesto, esta veneración, generalmente inducida, se escuda en la
necesidad de defender a la revolución, a la dignidad del país o a la
majestad del cargo que se ocupa, pero la realidad es que se trata de una
conducta relacionada con la psicología del caudillo autoritario. Todos
ellos coinciden, en mayor o menor grado, en lo que hoy se llama
"liderazgo narcisista".
Narcisismo del líder
El narcisista necesita que lo adoren. Vive para eso. Su autoestima se
alimenta insaciablemente de la pleitesía que le rinden. La función de
los demás mortales es confirmarle constantemente el inmenso talento que
posee, la infalibilidad de sus juicios y la generosidad sin límite de
sus intenciones.
El líder narcisista no puede aceptar las opiniones contrarias. Le
provocan estados de rabia. Freud, hace casi un siglo, percibió el
fenómeno de la intensidad con que los narcisistas sufren las críticas y
le llamó "herida narcisista". El juicio negativo había dejado de ser
solo eso, una opinión adversa, y se consideraba una ofensa terrible que
había que lavar con sangre o con un castigo ejemplar. Frente a la
"herida narcisista", surgía lo que Heinz Kohut, el gran renovador del
psicoanálisis y el mayor experto en las personalidades narcisistas,
mucho más tarde, en 1972, llamó la "rabia narcisista".
Esa rabia, cuando el que la padece y expresa (sobre todo expresa) es el
líder narcisista autoritario, tiene dos funciones clave en el ejercicio
del poder: opera como un gran elemento de intimidación dentro de la
cúpula gobernante y se convierte en la antesala del castigo a quien se
ha atrevido a retar la autoridad suprema del caudillo. El miedo, pues,
se torna en el gran cohesivo de ese tipo de sociedad tiranizada. El
caudillo autoritario, además, siente placer cuando advierte que las
personas de su entorno lo temen tan pronto les enseña los colmillos. Ahí
radica una de sus más preciadas gratificaciones emocionales. Se
"sacrifica" en el ejercicio del poder para gozar del temor de sus
subordinados, paradójicamente expresado por medio de aplausos y vítores.
Un perfecto ejemplo de cómo gobierna el caudillo narcisista autoritario
y el papel que desempeña la rabia en el control de la clase dirigente,
puede verse en la extraordinaria película La caída, sobre los últimos
días de Hitler en el búnker donde encontrará la muerte por su propia
mano, film fue concebido sobre el testimonio de una persona que vio y
relató lo acontecido.
Aquellos aguerridos generales con mando de tropa se morían de miedo ante
los ataques de rabia de Hitler. Todos coincidían en que la guerra estaba
perdida. Casi todos estaban dispuestos a rendirse, pero Hitler, pese a
los síntomas de que era un tipo desquiciado, aquejado por temblores
inducidos por los medicamentos que tomaba, o por un precoz mal de
Parkinson, los intimidada con sus gritos y ellos callaban y apenas lo
contradecían. No se atrevían.
Hitler, además, trataba de controlar personalmente los detalles de la
guerra. Era y es otro rasgo frecuente en los narcisistas autoritarios.
Son lo que los psicólogos llaman control freaks, una expresión que acaso
puede traducirse como "maniáticos del control tiránico".
Son gentes que sienten un íntimo desprecio por los otros y sospechan de
sus habilidades para llevar a cabo las tareas. Solo ellos tienen el
talento que se requiere para dirigir. Por eso, entre otras razones,
tienden a querer perpetuarse en el poder. Nadie puede sustituirlos.
Manía de control
Ese elemento de control maniático y tiránico presente en la psicología
del narcisista autoritario lo lleva a tratar de aislar a la sociedad
para que no se exponga a los juicios negativos sobre su persona. De la
misma manera que no cree en el talento o la habilidad de sus
subordinados para llevar a cabo su trabajo sin la supervisión directa
del caudillo superdotado, tampoco cree que la sociedad sea capaz de
formular juicios justos independientes sobre su persona. Esa es la
íntima justificación de la censura que tienen los narcisistas
autoritarios. El pueblo, supuestamente, no es capaz de discernir la
verdad de la mentira y hay que protegerlo con una espesa capa de silencio.
Es obvio que a nadie le gusta que lo ataquen o insulten, pero en el
comportamiento del líder maduro democrático está la aceptación del
rechazo y de la crítica adversa como parte normal del ejercicio del
poder. Esos ataques ni siquiera determinan el nivel de aceptación
general porque el conjunto de la sociedad realmente es capaz de entender
que las críticas muchas veces son expresiones subjetivas de los
adversarios políticos que no es necesario compartir.
A Franklin Delano Roosevelt lo atacaron con saña algunos de los
opositores más talentosos de su tiempo, pero esos ataques no
consiguieron impedir que ganara cuatro elecciones presidenciales. Lo
mismo puede decirse del general DeGaulle y de Winston Churchill.
Vivieron rodeados de enemigos. Fueron vivamente criticados por unos y
admirados por otros, como corresponde a la pluralidad natural de todos
los conglomerados humanos.
Una de las ceremonias más importantes de exorcismo político en Estados
Unidos es esa fecha anual en la que el presidente del país se reúne con
los periodistas más ácidos y los humoristas más agudos para oír sus
ingeniosas ironías y sarcasmos. Todos se burlan de él y él acaba por
burlarse de sí mismo, terapia de realidad que liquida o combate
cualquier vestigio de narcisismo que pudiera afectarle. Es una forma de
recordarle al presidente que es solo un americano más, falible y
limitado, provisionalmente seleccionado para cumplir una misión dentro
de las leyes del país.
Sin duda, una parte importante del proceso de maduración de los adultos
sanos consiste en entender que no tienen que ser universalmente amados o
admirados, porque la percepción del rechazo no deben afectar la
autoestima. Y parte de la educación de esos adultos sanos y maduros
incluye aprender a tratar con respeto a las personas que no les gustan,
factor clave de la conducta tolerante.
Sencillamente, los narcisistas autoritarios no son adultos maduros, sino
personalidades psicopáticas, fundamentalmente intolerantes que, por
diversas razones difíciles de precisar, no desarrollaron adecuadamente
sus zonas emotivas. Necesitan el aplauso. Necesitan controlar. Necesitan
infundir pavor. Necesitan gobernar para siempre.
Es absurdo silenciar los medios de comunicación para evitar que expresen
opiniones negativas sobre los gobernantes. Esa actitud, que es la de
todos los narcisistas autoritarios, es la mayor prueba de que se está
frente a mentes enfermas que no debieran ejercer la autoridad porque
carecen de tres de los rasgos psicológicos esenciales en todo buen
gobernante: la prudencia, la humildad y la tolerancia.
Las personas realmente sabias conocen sus limitaciones y deben ser
capaces de admitir errores, revocar decisiones y rectificar rumbos. No
hay la menor grandeza en la terquedad patológica que refleja la vieja
frase española de los hidalgos del siglo XVI: "sostenella y no
enmendalla". Sostener el error antes que enmendarlo, batirse a duelo
antes que pedir disculpas por una actuación incorrecta, es una
imbecilidad perfecta, propia de gentes inmaduras o de culturas
retorcidas por la irracionalidad.
Quizás, una de las fórmulas para protegernos de la censura sea
identificar a los narcisistas autoritarios antes de que lleguen a
posiciones en las que pueden hacernos daño. Hay que aceptar,
melancólicamente, que la política tiene mucho de psiquiatría, y parte
del éxito consiste en vacunar moralmente a los electores para que
entiendan el peligro de entregarles el poder a sujetos dominados por el
amor incontrolable a sí mismos.
Hay que crear, además, instituciones que impidan el triunfo de estos
perturbados o, si llegaran al poder, que sean capaces de sujetarles las
manos para que no nos perjudiquen por largos periodos.
Hace más de un siglo el peruano González Prada afirmaba que la política
a veces era una actividad cercana a la botica y al manicomio. Creo que
acertaba.
Este texto ha sido leído hoy en una conferencia auspiciada en Miami por
La Fundación Educativa Carlos M. Castañeda (FECMC), con la colaboración
de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), Editorial Cubana Luis J.
Botifoll, Herencia Cultural Cubana (HCC) y la Asociación Nacional de
Educadores Cubano-Americanos (NACAE).
Source: "La censura: origen psicopatológico | Diario de Cuba" -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1383078941_5716.html
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