Última actualización Tuesday, 28 June 2011 12:28
Por ANGEL SANTIESTEBAN
- A los dos meses de estar escondido en el barrio de la Güinera,
reaparecí por mi barrio. Todo parecía estar tranquilo. Lo bueno era que
había aprovechado ese tiempo para leer y crear. Y pensé que podría
retomar mi vida.
El escritor Angel Santiesteban en La Habana
Cuando menos lo esperaba, hicieron un operativo en mi casa y me llevaron
nuevamente detenido. Apenas llegué a su cuartel, me aseguraron que el
mismo tiempo que estuve sin aparecer para darles la cara, lo iba a pasar
allí como castigo. Y exactamente fue así. Me mantuvieron en aquellas
celdas de intenso rigor disciplinario los sesenta días que permanecí
escondido. Allí también tuve un proceso de creación, esa fue la salvación.
En aquel encierro escribí un cuento de memoria. Decía una frase en voz
alta, a la que luego le agregaba otra palabra, y comenzaba a repetirla
desde la primera, así constantemente, cientos de palabras porque
llegaron a ser un cuento largo que, por cierto, ya publiqué. Sólo
recuerdo mis compañeros de celda mirándome asustados, como a un loco que
podría dañarlos. Hubo un momento que uno de ellos se me arrodilló para
suplicarme que me callara, los tenía atormentados, no los dejaba pensar
ni dormir. Creo que también se aprendieron la historia.
A los 56 días fue a verme un tal Germán, era un "seguroso" que siempre
veía en los eventos literarios, sobre todo en las actividades de Casa de
las Américas. Iba acompañado de otros dos, y cuando me llevaron a la
oficina estaban sentados en un sofá. Apenas entré y los miré, me bajé
los pantalones, advierto que no llevaba ropa interior, y ellos viraron
la cara ofendidos. El tal Germán me dijo que no se fajaba conmigo porque
yo les era necesario y aseguraba que, a pesar de todo, era un joven
revolucionario.
Realmente contuve mis deseos de, en medio de mi debilidad física, irme a
los puños con cualquiera de ellos, sentía una necesidad inmensa de
volcar mi ira. Germán aseguró que saldría pronto, pero que no olvidara
"cooperar" con los oficiales.
A los 60 días había adelgazado tanto que cuando me detuve delante de mi
suegra, la que me conocía por 10 años, no pudo reconocerme. Cuando hablé
comenzó a llorar, le daba sentimiento verme en aquel estado de calamidad.
Apenas entré al apartamento ni siquiera tomé agua fría, sino que me
senté en la máquina y comencé a escribir el texto que aprendí de
memoria. En aquellos días de encierro el mayor miedo que me acompañó era
el de olvidar el cuento. Entonces pude salvarlo, y al verlo impreso
sentí que el sol salía por primera vez desde la detención; creo que
sonreí porque a mi entender les había jugado una mala pasada. Si
quisieron evitar que escribiera, que creara, no lo lograron.
Y por supuesto, más que antes, yo estaba renuente a cooperar.
Un balazo a domicilio
Me aterraba saber que podía regresar a las celdas de castigo por otros
60 días, o quizá más. Pero más terror me causaba imaginarme "cooperando"
con los que no creía, con los que consideraba que abusaban de mi país,
saberme cómplice me provoca repugnancia. También sabía que para ser
escritor en el sistema que me había tocado vivir, llegar al
reconocimiento y tener derecho a publicación, infaliblemente había que
dar la imagen de apoyo al Gobierno o, al menos, pasar inadvertido, un
"compañero de viaje", apolítico o anarquista. Pero mi literatura crítica
al sistema me delataba en cada publicación.
A los pocos días de haber regresado del encierro por 60 días, recibí una
visita en la casa de un hombre que se identificó como "agente" de la
Seguridad del Estado. Por mi rostro comprendió que no era bienvenido. Me
dijo que sólo ocuparía unos minutos, pues un oficial superior me
esperaba cerca para conversar.
Afuera había un auto Lada que me llevó a un apartamento por el reparto
Víbora. Después de saludar a los dueños me señalaron que continuara
hacia el último cuarto. Me esperaba un Coronel uniformado. Me hizo
varias preguntas que mayormente contesté con monosílabos. Fue evidente
que no le agradé, o que daba aquellos minutos como un tiempo perdido. Me
entregaron lápiz y papel y me pidió que redactara un informe en tercera
persona Cuando comprendió mi titubeo me dijo que escribiera sobre
cualquier cosa, que para eso era escritor. Ya ni recuerdo qué tonterías
pude escribir.
Ni siquiera nos despedimos, sólo hizo una seña y me sacaron de su
presencia. Regresé preocupado, el rostro del Coronel decía algo que no
pude descifrar. De lo que sí estaba seguro era que sería fatal para mí.
Días después, el mismo oficial que fue a mi casa, me interceptó en la
calle y me pidió que lo acompañara a ver si reconocía a unos tipos que
eran motoristas al igual que yo y quizá, eran los que lanzaron el
Cóctel-Molotov. Me llevaron a un solar, me pidió que entrara hasta el
final. Me negué, dije que yo no era policía y no tenía vocación para
ello tampoco. Nos dijimos varios insultos y en ese lapso salieron
algunas personas que el oficial insistió en que reconociera. Dije no
conocerlos. Dos días después tocaron a la puerta de mi casa, al abrir
allí estaba un hombre apuntándome con un revolver. El arma estaba al
alcance de mi mano y sentí indefensión.
Una espina atravesada
El sonido me pareció ajeno, sólo el susto de la detonación, luego el
olor a pólvora. Pensé que había salido ileso pero algo pegajoso me
bajaba por la pierna. Busqué y levanté el brazo, y pude ver el orificio.
La bala penetró los músculos del brazo, lo atravesó para volver a
introducirse por el lado de las costillas hasta llegar al pecho. Una
patrulla que "casualmente" estaba cerca, me trasladó al hospital más
cercano.
Dos días después apareció el oficial Germán y me reubicó en el Hospital
Hermanos Amejeiras, me situaron en una habitación con cámara de
seguridad. Los médicos decidieron dejarme la bala dentro porque para
extraerla habría que romper el esternón lo que causaría un trauma mayor.
Cuando salí fui a recuperarme a casa de un amigo que me confesó que el
mismo Germán le había sugerido que me sacara de la casa, a lo que éste
respondió que a los amigos no se abandonaban.
Esa fue la despedida frontal de sus intenciones por construirme como
Agente de la Seguridad del Estado. En contra de su voluntad les fui
ganando los premios literarios, sobre todo aquellos que no pudieron
llegar a tiempo para impedir el voto del jurado como en el año 1992
cuando amenazaron al escritor Abilio Estévez. Desde entonces he sido una
espina que les ha evitado el placer de comerse las almas.
Cuando el jurado internacional del premio Casa de las Américas en el
2006, decidió otorgármelo por mi libro Dichosos los que lloran,
sintieron malestar. Uno de ellos se me acercó en la Feria del Libro de
La Cabaña y me dijo que el premio me había convertido en una vaca
sagrada. Que a partir de aquel momento era más peligroso.
Creo que tenía razón. De todas formas le recordé que el sistema fusilaba
hasta a sus Generales sagrados, por lo tanto, que importancia podría
tener una "vaca" más o una menos.
http://cafefuerte.com/2011/06/28/testimonio-los-intentos-fallidos-para-construirme-en-agente-ii/
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