sábado, diciembre 15, 2012

El dilema de la oposición: ¿Lo deseable o lo aconsejable?

El dilema de la oposición: ¿Lo deseable o lo aconsejable?
Miércoles, Diciembre 12, 2012 | Por José Hugo Fernández

LA HABANA, Cuba, diciembre, www.cubanet.org -¿Es lícito utilizar la
violencia contra una dictadura opresora, intolerante y déspota como la
que hoy sufrimos en Cuba? ¿Sería injusto y aun ilegal que ante las
abusadoras agresiones de la policía política y de sus manadas
paramilitares, nuestro movimiento de oposición pacífica resolviera
devolver ojo por ojo?

Desde Sócrates hasta Martí, son muchos los grandes pensadores de la
historia (hombres por demás moralmente intachables) que aprobaron la
rebelión contra el gobierno opresor, no sólo como un derecho sino
incluso como un deber de la ciudadanía.

Ya en el siglo XVII, John Locke, sabio e incansable luchador contra el
absolutismo monárquico, categorizaba la cuestión mediante postulados que
hoy conservan total vigencia, al sostener que el resultado de un
ejercicio erróneo por parte del poder (atropellando los derechos
elementales de la gente), debe ser observado no solamente en la
desobediencia o rebelión del pueblo, sino además en la pauta que a éste
se le da para ejercer otro derecho fundamental: la disolución del gobierno.

Para el ilustre filósofo Henry David Thoreau, enemigo del esclavismo y
hasta temprano crítico del capitalismo, lo justo no era cultivar el
respeto por la ley (que puede ser manipulada), sino el respeto por la
justicia: "La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer
en cada momento lo que crea justo", puntualizaba.

En tanto, Martí sentenció, en 1882 "… Bien es que merezca ser echado de
la casa de Gobierno, quien para gobernar haya de menester, en vez de
vara de justicia, de puñal de asesino".

Claro que el propio Martí, sabedor de que en todo hombre puede germinar
la semilla de un déspota, tuvo a bien advertirnos: "Una revolución es
necesaria todavía: ¡la que no haga Presidente a su caudillo, la
revolución contra todas las revoluciones". Con lo cual, al tiempo que
legitimaba el enfrentamiento contra un gobierno violento y opresor,
insistía en la conveniencia de no combatirlo con sus propios métodos,
debido a la enorme posibilidad de que la historia termine repitiéndose.

Así, pues, el tal llevado y traído pensamiento martiano parece ser, una
vez más, de inevitable colación para nosotros, justo en estos días,
cuando decenas de nobles Damas de Blanco son golpeadas e injuriadas en
plena calle por las hienas de la Sección 21, sólo por pretender
celebrar, en silencio y pacíficamente, el Día de los Derechos Humanos; y
cuando, en general, bajo la sombra cómplice de gobiernos e instituciones
internacionales presumiblemente democráticos, el régimen recrudece su
violencia contra toda manifestación de desacuerdo.

¿Sería correcto entonces que, hartos de hacer de mansos sacos de
práctica donde ejercitan su técnica y su saña los esbirros karatecas de
la Seguridad del Estado, nuestros corajudos opositores pacíficos
resolvieran poner freno al abuso, ripostándoles con la piedra o el palo
más duros que encuentren a mano?

No siempre lo deseable es aconsejable. Y desafortunadamente, no siempre
lo correcto es lo que más conviene. Pero desde luego que en estos
asuntos, como en cualquier otro, pero sobre todo en estos (en los
cuales, lo que está expuesta es la integridad física de cada cual), a
nadie le asiste el derecho de sentar pautas.

Por eso, en lo que a mí respecta, me limito a recordar que la fuerza del
poderoso no es más que un accidente que se asienta en la debilidad de
los otros. Y como accidente, tiene efectividad limitada. Aunque algunos
pobres diablos con poder continúen creyendo que imponerse a la brava
significa vencer.

Por suerte, los tiempos cambian. Y con los tiempos, van quedando en
evidencia las reglas del accidente, lo cual representa el principio del
fin para los poderosos.

Ocurre en Cuba y también en otras latitudes geográficas. Sólo que en
nuestro caso hemos tenido que sudar mucho la camiseta para llegar a este
punto, toda vez que el régimen se las arregló desde el principio para
imponernos sus cañonas, disfrazando hábilmente el burdo proceder que es
común entre los poderosos.

Durante décadas, y hasta hace poco tiempo, enfrentarse aquí al poder,
totalitario, soberbio, antidemocrático, significaba en la práctica tener
que vérselas con una cierta porción del pueblo, que sin dejar nunca de
ser su rehén y su esclavo, devino a un mismo tiempo su vehículo idóneo
para imponer la fuerza.

Las condicionantes son bien conocidas. Bastaría con recordar apenas el
carácter popular que en sus días de inicio tuvo lo que aún mal llaman la
revolución, o el hecho de que en tantos años de un dominio absoluto
sobre las personas (mediante formas de enseñanza, medios de información,
dependencia económica, impunidad y múltiples recursos para manipular y
amedrentar), el poderoso tuvo aquí la ocasión única de sofisticar su
estrategia, aprovechando la debilidad de los otros no sólo como base
sino también como medio.

Incluso, todavía hoy, quienes deciden desafiar abiertamente al régimen
no sólo deben estar resueltos a concitar el recelo y aun el rechazo
fratricida del igual, el vecino, el amigo, el conocido o pariente.
También deben exponerse a enfrentarlos bajo la acusación de traidores,
antisociales y mercenarios a sueldo de una potencia extranjera, cargos
que no por ridículos resultan menos aplastantes, sea ante un tribunal
amañado o ante los palos de los esbirros. De manera que, dadas esas
circunstancias, no habría que insistir mucho en lo inconveniente que
sigue resultando la violencia para dar validez a la lucha opositora.

Sin embargo, como ya quedó dicho, los años y las calamidades no pasaron
por gusto. Tampoco han ocurrido en balde (ni siquiera para quienes
sobrevivimos en el limbo de un país cerrado a los avances de la vida
real) las conquistas que en materia de derechos humanos y
democratización exhibe el mundo en estos umbrales del siglo XXI.

Por mucho que asuste al régimen, por más que la miseria material haya
postergado su florecimiento y la represión acalle sus voces, en Cuba ha
venido formándose en los últimos años una sociedad civil que piensa y se
proyecta ajena al hueco sonsonete oficial. No todos los cubanos de
adentro desconocen y desatienden los valores del espíritu civilizado, no
todos piensan únicamente en la comida y otros menesteres del diario. La
Isla tampoco es (o ya no es) un corral.

Se ha desarrollado aquí un movimiento de oposición política que se nutre
con la experiencia e ideas de los clásicos –lo que es decir de la
modernidad-, aplicadas inteligentemente a nuestra situación particular,
y cuya mayor carta de triunfo radica tanto en la transparencia de
conducta y el valor personal de la mayoría de sus miembros, como en la
muy valiente vocación pacifista que rige todos sus actos.

En toda la historia insurreccional de esto que aún llaman la revolución,
sería difícil hallar un solo ejemplo de coraje tan admirable como el que
protagonizan casi a diario en las calles de Cuba muchos miembros de la
oposición, enfrentando a pecho descubierto a las fuerzas represivas, sin
acobardarse ante la impune violencia, sin dejar de airear sus demandas,
y también sin perder los estribos.

El enfrentamiento es contra el régimen y sus pretendidos herederos. Las
armas escogidas son la denuncia y la demostración firme y serena de que
existen alternativas para el cambio, pero un cambio radical, no sólo de
nombres, sino también de circunstancias, de estructuras políticas, y,
sobre todo, de mentalidad.

¿Será esta una actitud insensata ante la creciente brutalidad de nuestra
Gestapo criolla?

Tal vez no nos quede otro remedio que recurrir nuevamente a la
asistencia del Apóstol, José Martí, quien, en carta del 20 de octubre de
1884, le decía al general Máximo Gómez: "La patria no es de nadie: y si
es de alguien, será, y esto sólo en espíritu, de quien la sirva con
mayor desprendimiento e inteligencia".

Vistos los hechos y repasados ciertos sabios criterios, valdría darle
taller a una última interrogante: ¿Qué resulta más aconsejable, matarnos
unos a los otros, con el riesgo de terminar depositando el poder en
manos de nuevos poderosos o nuevos caudillos; o, en caso contrario
-aunque no sea la vía más rápida, ni la que más me les guste quizás a
los desesperados y a los politiqueros presurosos por montar su show para
darnos más de lo mismo-, cimentar de una vez y por todas, como manda
Dios, las bases de un futuro próspero y civilizado?

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