Ahora que regreso con solo recuerdos
DORA AMADOR
Entonces era la magia. Una niña en la Cuba de finales de los años 50. Mi
madre me envió a Estados Unidos, donde viví con mi padre y mi madrastra
–ellos estaban divorciados desde que yo tenía 2 años–, del 62 al 63
cuando ella vino. Ese año en que comenzó mi desarraigo, llegó a su fin
la bendita inocencia, mi vida dio un giro espiritual y emocional que
dura hasta hoy. El exilio, cuando se inicia en la infancia, es una
especie de muerte, de enfermedad crónica. Pero voy a contar ahora.
Qué hace que la memoria elija, siempre ha sido para mí un misterio. Por
ejemplo, ¿por qué perduran el olor a azahares del limonero o el de
jazmines en la noche, junto a la pequeña figura de mi abuela –hoy de
estatura casi mítica en toda mi familia, allá y acá–, enraizada en
aquella tierra como un árbol centenario, regando sus plantas al caer la
tarde? Estos, algunos retozos y quietudes, forman los momentos
privilegiados de mi memoria. Hay otros, pero de esos no voy a escribir.
Son los recuerdos recurrentes cuando voluntaria o involuntariamente
emprendo un viaje imaginario a Pinar del Río, mi pueblo natal, provincia
ínfima, ignorada por los corruptos gobernantes de turno, pero riquísima
en recursos y bellezas naturales.
La Vieja Villa –Evangelina Ramos Miranda era su nombre, pero así le
llamaban todos–, se movía lenta entre sus matorrales, como si dilatara
el goce de saberse dueña y fecundadora de aquella tierra. Toronjiles,
naranjos dulces, matas de chirimoya, fruta bomba, plátanos manzanos y
mango. Hierbabuena, albahaca, caña santa, tilo con que se hacía té para
los nervios, romerillo que ella misma había sembrado quién recuerda
cuándo. Matas olorosas y curanderas que ella olía, tocaba, desgajaba
cuidadosamente para preparar sus cocimientos de aroma y milagro. No
había nervios que no se aplacaran ni dolor que no se quitara al ingerir
aquellos remedios aguosos que preparaba con la autoridad de quien se
sabe poseedora de una alquimia prodigiosa. Aún recuerdo la botella que
dejaba al sereno toda la noche en el medio del patio, llena de sal de
higuera y crémor, para curar los empachos, entonces santiguaba al
empachado con la barriga al aire. Y si a alguien le salía culebrilla,
ponía un par de tijeras creo que embarradas en algo, también en el
patio, para que la "cortara". Yo le tenía miedo, porque creía que ese
padecimiento era una especie de culebra verdadera que se iba enredando
buscando su propia cola para matarlo a uno cuando se empatara, y eso
horrible salía en cualquier parte del cuerpo, ¡ah!, pero con las tijeras
prodigiosas de mi abuela se podía destruir para siempre.
No menos memorable es mi madrina de bautizo, mi tía abuela adorada,
Estela, hermana de mi abuela, a quien llamaba yo "Mimi" desde que hablé.
Cuando empezaba a llover y a tronar mucho, cubría todos los espejos con
toallas y sábanas, y empezaba a caminar por la casa con el dedo del
centro, el obsceno y exquisito, encima del índice, como quien hace el
signo de la buena suerte, creo que para espantar los rayos. También
sacaba de su cuarto su pequeña Caridad del Cobre y la ponía en la
vitrina del comedor.
Si Mimi tenía insomnio, cosa común, solía mecerse en uno de los sillones
de la saleta vestida con uno de sus batilongos de dormir. "Estela,
acuéstate, que pareces una visión", le decía mi abuela desde su cuarto.
Yo me entretenía apostando en silencio desde mi cama cuándo diría abuela
aquellas o similares palabras, al mirar la sombra del sillón moverse
bajo el claro de luna que entraba por la ventana, mientras escuchaba el
acompasado vaivén del sillón de madera meciéndola. Ella miraba la noche.
Pero pocas cosas eran comparables al jolgorio que causaba la ronda de
los locos por mi calle. Tinguilillo y María, la pareja orate que vagaba
junta por todo el pueblo. Tinguilillo al frente, detrás María con sus
greñas flechudas, cada uno hablando por su lado. Violeta, la mal
hablada, que decía improperios y después se echaba a reír a carcajadas.
La inolvidable "Bibí la loca", llena de pulsos y collares, siempre
recogiendo los papeles que le gustaban para metérselos en el ajustador
que ajustaban tremendos senos negros como el azabache, también se los
metía en la boca y el cachete se le volvía una bola. Me parece estarla
viendo, llena de collares de colores; siempre parecía algo preocupada.
Leoncio, mi favorito, lo veíamos cuando bajaba por la Alameda serio y
silencioso, pero si le gritábamos: "¡Leoncio, caja de muerto!", empezaba
a tirar piedras y nosotros a correr.
Nada queda. Todos están muertos. La misma amada casa me espera. Y
también moriré allá. El uróboros lo contará.
Source: DORA AMADOR: Ahora que regreso con solo recuerdos | El Nuevo
Herald El Nuevo Herald -
http://www.elnuevoherald.com/opinion-es/opin-col-blogs/opinion-sobre-cuba/article22614921.html
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