Trump, Castro y las reglas del juego
MIGUEL SALES | Málaga | 23 de Junio de 2017 - 14:13 CEST.
La nueva política estadounidense hacia Cuba, proclamada por
el presidente Trump en Miami el viernes pasado, ha suscitado críticas en
numerosos medios de prensa europeos, a todo lo ancho del espectro
político. Incluso algunos editorialistas poco sospechosos de
filocastrismo se han sentido en la obligación de instalarse en la
equidistancia moral. Aseguran que Castro II se ha equivocado al no
promover los cambios que la Isla necesita, pero Trump también se
equivoca al cambiar la línea de concesiones unilaterales inaugurada
por Obama en 2014.
Algunos prejuicios obvios apuntalan este razonamiento. Primero, todo lo
que Trump decrete para socavar o eliminar el "legado histórico" de Obama
ha de ser necesariamente erróneo. Luego, la revolución de 1959 trajo a
Cuba progresos indiscutibles que EEUU tiene la obligación de ayudar a
preservar y perfeccionar. Por último, la presión de Washington y de
algunos sectores de la oposición, dentro y fuera de la Isla, es inútil y
dañina, porque durante casi 60 años no ha conseguido que el Gobierno
cubano cambie de rumbo.
La premisa inicial apenas merece examen. Obama se equivocó en aspectos
importantes de política exterior y su indulgencia hacia el castrismo fue
uno de ellos. Trump debe y puede enmendar esos errores, que perjudican a
EEUU, al Partido Republicano y a la mayoría del pueblo de Cuba, al
fortalecer al régimen sin exigirle nada a cambio.
El segundo punto es más complejo, porque opera en un estrato menos
evidente de la conciencia europea. Se deriva de la creencia muy
arraigada aquí de que antes de 1959 Cuba era el prostíbulo de los
yanquis, los niños morían como moscas, no había escuelas ni hospitales y
la población en general malvivía en la opresión y la miseria. Es verdad
—reconocen hoy a regañadientes quienes así piensan— que los hermanos
Castro fusilaron a algunos miles de opositores, encarcelaron a muchos
más y han expulsado del país (de un modo u otro) a más de dos millones
de personas, amén de cometer algunas otras tropelías. Pero al menos,
erradicaron los males básicos: cerraron los garitos, reciclaron a las
putas, echaron a los yanquis y construyeron escuelas y hospitales para
todos. Y además ganan (o ganaban) muchas medallas olímpicas.
Sin duda una vez expuesta al escrutinio público, tras la caída del Muro
de Berlín, la Santísima Trinidad de educación, sanidad y deporte ha
sufrido menoscabo. Incluso algunos eruditos bien pensantes empiezan a
tener en cuenta el punto de partida de los presuntos "logros
revolucionarios" (índices de alfabetismo y camas de hospitales per
cápita en 1959, por ejemplo), el carácter propagandístico de la
educación, la escasa calidad de la asistencia sanitaria y el costo
estratosférico de los triunfos deportivos. Pero en el fondo predomina la
leyenda negra de la República fundada a principios del siglo XX y la
imagen del David tropical que se enfrentó al Goliat imperialista,
hábilmente difundidas por los voceros del castrismo.
Ese relato, que aprovechó la ignorancia del europeo medio sobre lo que
fue Cuba de 1902 a 1959 y el resentimiento antiyanqui predominante en la
segunda mitad del siglo, perdura todavía de modo soterrado y asoma de
vez en cuando, por más que la realidad lo desautorice a cada paso. Es un
elemento indisociable de la teleología progresista/socialista tan
arraigada en la mentalidad europea y cualquier decisión que lo
contravenga es forzosamente antihistórica y constituye un retroceso o un
crimen, o ambos.
El tercer punto del razonamiento es la idea de que toda la política que
EEUU puso en vigor en relación con Cuba entre 1959 y 2014 fue ineficaz y
que ahora solo cabe hacer lo contrario. Ese enfoque rudimentario pasa
por alto los cambios del contexto internacional, el fracaso económico y
social del modelo soviético aplicado en la Isla, el envejecimiento de la
elite gobernante y las expectativas de la población.
Medido con esa vara, si la hostilidad de 1959-2014 no dio resultado, el
deshielo de 2014-2017 tampoco. Raúl Castro gobierna a Cuba como Líder
Mínimo desde hace una década, tras haber sido el segundo hombre del
Líder Máximo durante casi medio siglo. Los tres últimos años ha contado
con el beneplácito o la cooperación de EEUU en diversas formas. Y el
resultado es más bien magro: una tímida reforma migratoria, algunas
concesiones para dejar respirar a los campesinos autónomos y los
pequeños empresarios y la despenalización de prácticas comerciales
indispensables, como la compraventa de viviendas o la adquisición de
teléfonos móviles.
En el ámbito de los derechos y las libertades, la situación es igual o
peor que antes de la reconciliación con Washington: partido único,
elecciones espurias, monopolio de la información y la educación,
cárceles rebosantes, represión de la disidencia, control de los
sindicatos, explotación ilegítima de la mano de obra exportable y un
largo etcétera de males que la progresía internacional tiende a soslayar
cuando se refiere a la diplomacia estadounidense hacia la Isla.
Pero si el castrismo no se puede cambiar mediante presiones externas y
tampoco va a cambiar por sí mismo en ausencia de esas presiones, porque
sus jerarcas no están dispuestos a ceder ni un ápice de poder en aras de
mejorar el futuro de todos los cubanos, ¿cuál es la solución? ¿Qué
medidas podría adoptar en Washington un presidente que no quisiera
beneficiar a la dictadura con dádivas y prebendas y tampoco provocar su
enroque mediante la hostilidad?
En el mundo moderno nos hemos acostumbrado a creer que todos los
problemas tienen solución. Pero tal vez algunos no la tengan, al menos a
corto o medio plazo. Corea del Norte, la situación del Medio Oriente, la
independencia de Cataluña o la libertad de Cuba quizá pertenezcan a esa
categoría de conflictos insolubles. Un problema histórico que se
enquista y dura más de medio siglo probablemente no pueda solucionarse
con los medios tradicionales de la política y la diplomacia.
La estrategia que Trump ha restablecido —y que ya figuraba claramente en
la ley Helms-Burton, que codifica el embargo— es dejar que transcurra el
tiempo y seguir enviando a la nomenklatura cubana el mismo mensaje: para
negociar con EEUU tendrán que venir dispuestos a renunciar a sus
posturas maximalistas. Nadie les va a exigir que se rindan con armas y
bagajes. Pero tampoco pueden llegar a la mesa de negociación a
reclamarlo todo a cambio de nada, como permitió Obama.
El simbolismo del acto celebrado el viernes pasado en el Teatro Manuel
Artime de Miami apunta además a otra dimensión esencial de esa política.
La presencia de los legisladores cubanoamericanos Marco Rubio, Carlos
Curbelo y Mario Díaz-Balart, de veteranos de la Brigada 2506,
exprisioneros políticos como Cary Roque y Ángel De Fana, disidentes que
residen en la Isla, como Jorge Luis García "Antúnez", Antonio Rodiles y
Ailer González, así como la destacada ausencia de Berta Soler y José
Daniel Ferrer (a quienes el Gobierno de La Habana impidió asistir a la
ceremonia),envían un mensaje tan potente como las palabras mismas:
cualquier arreglo del problema cubano pasará por que el Gobierno
castrista reconozca la legitimidad de la oposición y esté dispuesto a
negociar, tanto con ella como con Washington, los asuntos indispensables
para garantizar la paz, el desarrollo, los derechos y las libertades de
todos los cubanos.
Esa es la función primordial del embargo: un instrumento de negociación,
que Obama trató de anular de manera oblicua, saltándose las reglas
legislativas, ya que no disponía en el Congreso de la mayoría suficiente
para abrogarla. Pero esa treta ya se agotó. Castro II y sus sucesores
saben ahora que para quitarse la camisa de fuerza del embargo tendrán
que ceder, empezando por amnistiar a los presos políticos, suspender la
represión, modificar las normas jurídicas que la comunidad internacional
considera ilegítimas y aceptar la celebración de elecciones
pluripartidistas, en las que todos los cubanos —vivan donde vivan y
piensen como piensen— puedan elegir libremente a sus gobernantes. Así lo
proclamó el presidente Trump en Miami y en ese mismo orden lo pide la
resolución final del Congreso de la Internacional Liberal que se celebró
en Andorra en mayo pasado.
Si los gobiernos de Europa y América Latina asumieran una posición
análoga y más coherente con los valores que reivindican, quizá esa
negociación llegaría antes de lo que muchos imaginan. Y todos saldríamos
beneficiados. Sobre todo, los 11 millones de súbditos del castrismo, que
podrían recuperar los derechos y las libertades que el régimen les ha
confiscado durante casi 60 años.
Source: Trump, Castro y las reglas del juego | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1497908812_31980.html
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