lunes, diciembre 07, 2015

Dos grandes cubanos… y un solo homenaje

Dos grandes cubanos… y un solo homenaje
A uno, los medios oficialistas cubanos dedicarán numerosas reseñas. Al
otro, solo silencio
lunes, diciembre 7, 2015 | Jorge Ángel Pérez

LA HABANA, Cuba.- Este 7 de diciembre se cumplen 119 años de la caída en
combate de Antonio Maceo en las cercanías de La Habana, y yo supongo a
cada medio de esta isla reseñando las luchas del Titán. Puedo imaginar
el discurso que exalta la fortaleza del patriota y su carácter férreo.
No faltará quien disponga hacer comentarios sobre la decisión de unirse
a Carlos Manuel de Céspedes, acompañado por sus hermanos y con la venia
de su madre, después del alzamiento en La Demajagua. Lo más seguro es
que se escriba sobre el Pacto del Zanjón, de la Protesta de Baraguá y de
la invasión desde Oriente hasta Occidente. Toda la iconografía del héroe
será desempolvada; dentro de un óvalo, engalanada y recia, la figura del
mambí. No faltará el daguerrotipo que muestre al hombre uniformado y
presto a montar en su caballo. Veremos nuevamente esa obra de Menocal,
el pintor mambí, que detalla la caída en combate del coloso. Habrá
discursos y minutos de silencio en cada rinconcito de la isla. Estaremos
de luto los cubanos por la caída en combate de Antonio Maceo. Eso ocurre
cada año.

Pero hay algo que no se atreverá a mencionar ninguno de los diarios de
esta isla, algo que será olvido voluntario para los noticieros de
televisión, que callarán, incluso, las revistas culturales. Y es que
este 7 de diciembre se cumplen veinticinco años de la muerte de alguien
a quien muy pocos reconocen como héroe, aunque lo sea. Debe ser porque
no consiguió esa heroicidad de la unión de un Dios con un mortal y
tampoco se hizo enorme por su valor físico, mucho menos gracias a las
bondades de su alma. Este héroe no fue un vidente ni un diestro
guerrero, como Alejandro, como Napoleón o Maceo. Aunque lo asistieran
pasiones tan grandes como las de aquellos héroes clásicos, en Cuba muy
pocos lo recuerdan, al menos no más allá de eso que un amigo llama: La
república de las letras. Para Reinaldo Arenas no habrá otra cosa que
mutismo, y que nadie crea que se trata del silencio místico que se
dedica a Dios. El silencio será de…, porque sí, de porque a mí me da la
gana, porque de él no se puede hablar, porque lo mejor será callar.

Aunque Reinaldo Arenas sea sin dudas un hombre de la historia de Cuba,
un instrumento, como diría algún filósofo, de las más altas
realizaciones, fue condenado al olvido. Gracias a esas realizaciones y a
su homosexualidad, sufrió los peores maltratos. Por su escritura, por su
empeño en hacerla conocer, sufrió la cárcel que curtió para siempre su
espíritu. Todavía son comunes las diatribas que intentan definirlo, y
solo un libro suyo visitó una editorial cubana para llegar luego a la
imprenta. Reinaldo Arenas sigue siendo un desconocido para los lectores
de esta isla. Aunque escribiera una obra mayúscula, la imprenta cubana
recibió únicamente Celestino antes del Alba. Y el silencio se hizo más
grande.

Escribiendo estas líneas puedo suponer la reacción de aquellos que toman
decisiones en el Granma mientras hurgan en la iconografía del autor de
El mundo alucinante. Supongo el rubor, las molestias, los improperios
que prodigarán mientras revisan sus imágenes fotografiadas, tan
diferentes a las que se conservan de Maceo. Me gusta pensar en lo que
harían al ver el cuerpo semidesnudo del escritor homosexual sobre la
arena de una playa o en medio de un paisaje campestre.

Nadie se atrevería a comentar a estas alturas su inicial entusiasmo con
la revolución triunfante. Por qué hacerlo si habría que reconocer más
tarde que esa revolución terminó decepcionándolo, qué unirse a ellos fue
solo un pretexto para huir de casa o, como dicen otros, para estar cerca
de aquella recua de machos barbudos, viriles, sudorosos…

Habría sido mucho más conveniente mentir, decir que dio sus primeros
pasos en una casa de elegante arquitectura levantada en alguno de los
centros de poder de esta isla pequeñita, y que pertenecía a una poderosa
familia dueña de centrales azucareros, que se había educado en
exclusivísimos colegios religiosos. Su moral burguesa justificaría sus
maneras "vergonzosas", y sería mucho mejor a tener que reconocer que
Reinaldo Arenas nació en Aguas Claras donde tuvo una infancia
humildísima, amparada por discretos sembradíos y árboles frondosos, que
allí trazó grafías en el tronco de los árboles. En el campo, en la
madera de los árboles dejó sus primeras huellas. Allí desnudó por
primera vez su cuerpo para entregarse a un hombre. Desde entonces unió
la pasión que sentía por los libros a la de enredar su desnudez con la
de un cuerpo semejante. Y tal atrevimiento, tan grande injuria a la
moral revolucionaria, le costó muy caro. Lo llevó a la cárcel. La
revolución no le perdonó que quisiera mostrar sus esencias y que
exaltara sus índoles "impropias". No pudieron dispensar su sexualidad
sin fronteras, la delineación de una realidad grotesca capaz de
mostrarnos "el horror, el desamparo, la incomunicación y la soledad que
se siente cuando se está encerrado".

El escritor se vio obligado a abandonar su tierra. Partió hacia los
Estados Unidos desde el puerto de Mariel, y volvió a la isla amada,
únicamente, en la ficción. Algunas veces me puse a imaginar ese regreso,
tan distinto al de la condesa de Merlín. Lo he visto recorrer las zonas
de "ligue", aquellas que frecuentó cada día. Imaginé su reacción ante el
hermoso efebo, posiblemente llegado también de Aguas Claras, que le
propone un rato de placer a cambio de unos dólares. Consigo ver su
asombro, la exaltación, la tristeza enorme ante la seguridad de que
había vuelto a una Habana peor que aquella que se vio obligado a abandonar.

Arenas no quiso comulgar con una ciudad prostituida. Prefirió enredarse
con el macho escondido entre el follaje de las faldas del Castillo del
Príncipe, en el bosque de La Habana, antes que desembolsar algún dinero
a cambio de un poco de placer. No iba a renunciar a esa libertad que
tanto defendió. Elegiría cada vez los encuentros en la Playa del Chivo,
en el Parque Lenin. Aceptar lo que el muchacho le ofrecía era someterse
a una nueva humillación, aceptar la prostitución era la peor
degradación, otra vez la cárcel. Y decidió volver a Nueva York.

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