domingo, octubre 25, 2015

Y toca piano

'...Y toca piano'
ENRIQUE DEL RISCO | Nueva Jersey | 25 Oct 2015 - 10:35 am.

Si algo superaba la erudición de Jorge Valls eran su humildad, su
preocupación por el prójimo y su serenidad ante las adversidades que lo
persiguieron durante casi toda su vida.

Incluso para su generación, posiblemente la más furibunda y atormentada
de la historia cubana, la vida de Jorge Valls Arango, muerto hace tres
días tras larga y penosa enfermedad, fue ejemplar y excéntrica. Nacido
en 1933 en Marianao, menos de dos décadas más tarde era líder
estudiantil en la convulsa Universidad de La Habana de los últimos años
del gobierno de Carlos Prío.

Estuvo opuesto al régimen de Fulgencio Batista desde el mismo golpe de
Estado de 1952, y en septiembre de 1955 participó, junto a José Antonio
Echeverría, Fructuoso Rodríguez y un puñado de jóvenes, en la fundación
del Directorio Revolucionario, al frente de la sección obrera. De dicha
organización se separará en vísperas del asalto al Palacio Presidencial
por considerar dicho plan mal concebido, tanto táctica como
estratégicamente. Eso no le evitó ser uno de los principales objetivos
de la cacería que desencadenó la policía batistiana tras el fallido
asalto, hasta que pudo consiguió asilarse en la embajada de México en La
Habana, para luego marchar al exilio.

La huida de Batista y subsecuente llegada de Fidel Castro al poder lo
llevó de vuelta a Cuba, aunque sin excesivo entusiasmo. El conocimiento
de primera mano de la naturaleza autoritaria y desleal del líder de la
triunfante revolución desde antes de su conquista del poder, le evitó la
tentación de la confianza ciega y la esperanza ilimitada. Sin embargo,
su condena a 20 años de prisión en 1964, más que otra muestra de la
arbitrariedad de la nueva dictadura —o del carácter rencoroso de su jefe
máximo— lo fue más bien de esa excentricidad de Valls: mientras que en
aquellos días se acababa en la cárcel o en el pelotón de fusilamiento
por los más disímiles motivos políticos o por meras sospechas, Jorge
Valls terminó en prisión por defender a un amigo en cuya inocencia era
uno de los pocos que creía. Se trataba de Marcos Rodríguez, acusado de
delatar a las víctimas de la matanza de Humbolt 7.

Incluso convencido de lo inútil de la defensa de alguien condenado de
antemano, Valls consideró su deber presentarse a declarar en el juicio
que se le siguió, e intentar demostrar que lo que se argüía contra el
acusado no eran pruebas contundentes, sino más bien evidencias
circunstanciales. Como todos los que trataron de disuadirlo de asistir
al juicio le advirtieron, el tribunal no tomó en cuenta su declaración
de que Marcos Rodríguez no era el único que conocía del escondite de los
revolucionarios ni poseía las llaves del apartamento. En cambio, ser el
único elemento discordante en la cuidadosa coreografía en que se
convirtió el juicio a Rodríguez no fue pasado por alto por el régimen y,
en menos de quince días, ya había sido apresado y acusado de los más
increíbles delitos.

De su larga estancia en el presidio político da cuenta no solo su libro
testimonial Veinte años y cuarenta días, sino además buena parte de las
memorias de sus compañeros de prisión que, comulgando o no con sus ideas
políticas, no podían menos que reconocer su reconfortante presencia en
medio del horror carcelario. No siendo líder de ninguna de las numerosas
huelgas de hambre y protestas emprendidas en esos años, no dejó de
secundarlas, menos convencido de su eficacia que de la necesidad de no
abandonar a sus compañeros en sus peores momentos. Último en las
bravuconadas pero entre los primeros en recibir los palos o atender a
sus compañeros: de atender a las múltiples memorias que se han escrito
sobre el presidio político cubano, así se puede resumir la trayectoria
de Jorge Valls en aquellos años.

Lo demás fue un exilio aún más extenso, donde fue recibido con todos los
honores posibles y de los que se fue desprendiendo sin esfuerzo ni
aspavientos. Pudiendo gozar de la amistad de un multimillonario como
George Soros o una estrella de cine como Val Kilmer —quien le ofreció un
jugoso contrato para llevar su vida al cine— optó por una existencia
modestísima culminada en su reciente muerte, que como la de tantos otros
exiliados, llegó sin alcanzar a ver el fin de la dictadura que vio
encumbrarse en su juventud. Tenía al morir 82 años.

Hasta ahí las circunstancias de su vida. Pero si, como decía Ortega y
Gasset, la existencia humana se descompone en el yo y las
circunstancias, cualquiera que haya conocido a Jorge Valls Arango habrá
de concordar de que su yo era bastante superior a sus circunstancias.
Los obituarios deben conformarse con las circunstancias, condensar su
vida en palabras como "activista", "poeta", "escritor", "exprisionero
político", cuando todo el que lo conoció sabe que en el caso de Jorge
todo eso no es más que puro accidente. Que pudieron haber sido muy
diferentes sus circunstancias, que él mismo pudiera haber sido cualquier
otra cosa, siempre del lado de lo bueno y lo bello, eso sí, pero en nada
cambiaría su condición de ser libre y superior que no se tomaba
demasiado en serio.

Oyéndolo hablar, viéndolo desplegar su aguda inteligencia en casi
cualquier región del conocimiento humano, desde las artes a las ciencias
naturales, desde la historia y la filosofía a las abstracciones
matemáticas o teológicas, no costaba trabajo imaginar cómo sería la
experiencia de conocer a un maestro filósofo de la Grecia clásica o a
alguno de aquellos legendarios héroes del Renacimiento florentino. Entre
amigos siempre recordamos la vez que, luego de dar una conferencia, lo
invitaron a una recepción en un apartamento neoyorquino de esos que
incluso en películas parecen increíbles, donde, con la naturalidad de
siempre, Jorge pasaba de un tema a otro para embeleso de unas cuantas
señoras mayores que no podían creer que alguien pudiera saber tanto de
tantas cosas distintas. Como siempre Valls, demasiado entretenido en
diseccionar con toda la precisión posible el tema en cuestión, apenas se
enteraba del efecto que producía en su auditorio. Para completar el
involuntario espectáculo circense en que se iba convirtiendo la velada,
un amigo empezó a presionarlo para que tocara alguna pieza en el piano
que ocupaba la sala y Jorge, que si algo le molestaba más que el alarde
era decepcionar a un amigo, empezó a hacer sonar el instrumento como
sospecho no lo había hecho en mucho tiempo, ante lo cual una de aquellas
admiradoras soltó en un suspiro: "Ay… ¡y toca piano!"

Desde entonces esa frase ha quedado entre nuestro círculo de amigos como
resumen de quien, adornado con todas las virtudes imaginables, nos
sorprende con una más.

Pero si algo superaba incluso esa erudición que alcanzaba para unas
cuantas existencias cultas, eran su humildad, su infinita preocupación
por el prójimo, su desinterés absoluto por las recompensas mundanas y su
no menos absoluta serenidad ante las adversidades que lo persiguieron
durante casi toda su vida. Algo así como si ejercitara cierta forma de
la santidad, solo que la suya era de algún modo clandestina, en la
medida que lo puede ser alguien que se aparta de manera tan radical del
común de los mortales. Gracias a eso creo que ahora entiendo mejor el
desconsuelo de los discípulos de Sócrates. Porque sospecho que más que
su sabiduría y sus consejos —que luego podrían apresarse en algún libro—
lo que sabían irremplazable era la confianza que les daba saber que la
rectitud de sus palabras iba a estar encarnada, paso a paso, por una
vida llevada con no menos exigencia. Lo que en cualquier otro hubiese
sido pose, gesto antinatural, en él era la punta del inmenso iceberg de
su espíritu (sí maestro, con todo lo picúo que suena).

Confieso que en vida lo admiré poco. Preferí disfrutar de su presencia
como se puede preferir beber agua en una fuente romana en lugar de
hacerse un selfie junto a ella. Con esa falta de perspectiva pero no de
consciencia. Quizás porque admirar a alguien así equivaldría a irle
redactando mentalmente el panegírico en vida. Porque su austeridad y
estoicismo —ese estoicismo que llevó hasta las últimas semanas, días, y
horas de su vida que sin duda fueron dolorosas pero nunca permitió que
se le notase— no excluían un trato agradable, cortés y ceremonioso
respaldado por su voz de león radial y matizado por su agudeza amable
pero siempre despierta.

A pesar de todas las décadas, experiencias y conocimientos que me
llevaba de ventaja nunca se permitió el menor gesto de condescendencia,
como no se permitía otros vicios tan frecuentes como la envidia o el
rencor. Su desprecio al régimen que lo había encarcelado durante dos
décadas y luego expulsado al destierro, se basaba en su carácter
autoritario, corrupto e inconsecuente, pero nunca en agravios personales
de los que no se daba por enterado. Era, en toda la extensión de la
palabra, un estoico y podía concordar perfectamente con otro compañero
de credo, el emperador Marco Aurelio cuando afirmaba que "la forma más
noble de vengar una ofensa es no imitar a quien nos ha ofendido".

Fue exigente consigo mismo como no lo he visto en nadie y, sin embargo,
ni siquiera a la hora de su muerte estuvo convencido de haber cumplido
con sus deberes. (Me cuentan que al preguntarle, en la que sería la
víspera de su muerte, qué era lo que más le preocupaba, repitió varias
veces: "Mi alma, mi alma"). Entre los que lo asistieron en su muerte
estaba Lucy Echeverría, la hermana de José Antonio, aquel líder
estudiantil con el que fundó el Directorio 60 años atrás para librar a
su país de alguna tiranía. Curioso como en gente como Jorge todo nos
parezca tan literal y tan simbólico al mismo tiempo.

Se sabe que todos los muertos son igualmente buenos. De ahí que en el
caso de Valls todo lo dicho anteriormente parezca tan redundante, tan
innecesario. Y traicionero, puesto que hemos tenido que esperar a que
muriera para escribir algo que nunca nos atrevimos a decirle a la cara.
Pero si algo justifica tanta indiscreción es dar cuenta de que, a pesar
de su naturalidad y su humildad, los que lo conocimos somos
perfectamente conscientes del privilegio que nos tocó de estar cerca de
su grandeza. Y dar una idea de cuánto se perdió un país que se dio el
lujo de tenerlo encerrado dos décadas y desterrarlo tres más y al que,
sin embargo, él nunca abandonó por un instante. "Vivo en Cuba —solía
decir cuando se le preguntaba donde vivía— y pernocto donde me agarre la
noche".

Source: '...Y toca piano' | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1445762153_17700.html

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