lunes, marzo 30, 2015

Cuando a Varadero llegué

Cuando a Varadero llegué
La playa de Varadero es casi tan inaccesible para los cubanos como
Waikiki, en Hawái. Por décadas fue para turistas y privilegiados y ahora
un resort solo para ricos. O los que entendemos por ricos en nuestra
indigencia
lunes, marzo 30, 2015 | Luis Cino Álvarez

LA HABANA, Cuba. — A pesar de que las tres únicas veces que estuve en
Varadero, las experiencias no fueron particularmente agradables, esa
playa, que hoy para la mayoría de los cubanos es casi tan inaccesible
como Waikiki, ocupa un lugar especial en mi nostalgia.

La primera vez que estuve en Varadero fue en noviembre de 1970, durante
el Festival de la Canción. Tenía 14 años. Fui con otros dos amigos, más
o menos de mi edad, escapados de la casa y la escuela, tras los grupos
pop españoles Los Bravos (sin Mike Kennedy), Los Ángeles y Los Mustangs.
No eran santos de nuestra devoción -por entonces, aun sin resignarnos a
la separación de The Beatles, nos volvían locos Led Zeppelin, Chicago,
Creedence Clearwater Revival y Santana-, pero en la Cuba inmaculada
ideológicamente de la época no se podía aspirar a más. Y nosotros
queríamos que la actuación de aquellos grupos españoles, pese a lo
endiabladamente mal que sonaban, fuera nuestra particular versión de
Woodstock.

Pero la policía nos aguó aquella fiesta. Terminamos en una unidad
policial que apestaba a mierda y donde desde un cartel en la pared nos
miraba ceñudo el Comandante en Jefe. No sé si su cara de bravura era por
nuestro insolente diversionismo ideológico o porque la zafra de los 10
millones no fue y tuvo que dedicarse a convertir el revés en victoria a
costa de Nixon, que por entonces se escribía invariablemente con
svástica en el periódico Granma.

Al meternos en el calabozo, casi nos hicieron un favor, porque afuera
hacía un frío de Kamchatka. Lo malo fue cuando los policías empezaron a
hablar de pelarnos y escuchamos a uno decir: "Estos van completo
Camagüey". Por suerte no pasaron de las amenazas. Nos soltaron en la
terminal de Cárdenas con la advertencia: "Piérdanse pal carajo ahora
mismo, chamas."

Mi segunda visita a Varadero fue en el verano de 1979. Fui con mi mujer.
Llegamos de sopetón, con un poco de ropa en una mochila. Por entonces,
Varadero aun no era sólo para turistas extranjeros. Así y todo, tuvimos
que pasar la noche entre el Parque de las Mil Taquillas y las arenas de
la playa. Cuando del parque nos echó la policía, nos fuimos a la orilla
del mar. Bebimos aguardiente Coronilla, hicimos el amor entre las
casuarinas y luego, a pesar de los mosquitos, nos quedamos dormidos en
la arena. Nos despertaron los guardafronteras, con perros y bayonetas,
para decirnos que no se podía estar de noche en la costa. Regresamos
entonces al parque, ya sin policías. Cuando comenzaba a clarear,
volvimos a la playa y en cuanto salió el sol, nos metimos en el mar,
para desperezarnos.

Sólo pudimos conseguir alojamiento, muy barato por cierto, en un
hotelucho de madera, que se llamaba Miramar. De tan viejo y destartalado
como estaba, supongo que ya no exista.

La pasamos de maravilla: todo el día en la playa y por las noches nos
íbamos a bailar al compás de los Bee Gees al dancing ligth de La Patana.
El único inconveniente era la pareja de la habitación vecina. No nos
dejaban dormir. Cuando hacían el amor, chillaban como si los mataran.
Sus gritos atravesaban las paredes de tabla, como invitándonos a emular.
O a intercambiar la pareja, porque con tanta gritería, era como si
estuviéramos, juntos y revueltos, en la misma cama. Cuando los
encontramos una mañana en la puerta del hotel, los atletas sexuales
resultaron ser una gordita teñida con peróxido y un flaco con mostacho,
espejuelos de aumento y cara de oficinista de la JUCEPLAN.

La tercera y última vez que estuve en Varadero fue en 1986, en una
excursión de ida y vuelta en el día para trabajadores destacados que se
ganó mi esposa en la empresa donde trabajaba. Fuimos con el mayor de
nuestros hijos, que aun no había cumplido los tres años. Todo fue bien,
hasta que se nos acabó el agua de beber y en la búsqueda de una llave
donde llenar varias botellas, perdimos el zapato izquierdo del niño. Fue
una verdadera tragedia porque el par de zapatos chinos Gold Cup nos
había costado una fortuna en la tienda Yumurí. Y créanme que en aquellos
años 80 que algunos añoran -no acabo de entender bien por qué- tampoco
sobraba el dinero.

Desde entonces, no he vuelto más a Varadero, que primero quedó reservado
sólo para turistas extranjeros y privilegiados de la elite y ahora va
camino de convertirse en un resort globalizado, sin identidad,
despersonalizado, solo para ricos. O lo que entendemos como tales en
nuestra indigencia. No quiero sentirme discriminado, humillado o que me
expulsen de peor modo que en 1970, teniendo en cuenta que en la lógica
de los segurosos que me vigilan, un disidente debe resultar mucho más
molesto que un chiquillo disfrazado de hippie.

Varadero sigue asociada en mi mente, de cierto modo, y a pesar de los
pesares, a la felicidad. Y no quiero estropear esa imagen.

luicino2012@gmail.com

Source: Cuando a Varadero llegué | Cubanet -
http://www.cubanet.org/destacados/cuando-a-varadero-llegue/

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