Auto de fe
El Fidelismo ha intentado durante medio siglo imbuirnos la idea de que
las decisiones que bajan "de arriba" vienen dotadas de una sabiduría y
de una información privilegiada
Luis Manuel García Méndez, Madrid | 06/12/2011
En 1996 tropecé en la prensa con una foto patética y conmovedora: un
viejo comunista ruso, con sus medallas lastrando la solapa y sus
cabellos nevados, dormitaba encogido en su asiento del Congreso Popular
Patriótico celebrado en Moscú. Una banderita soviética estaba a punto de
caer de sus manos. El apunte de sonrisa en sus labios permite conjeturar
que soñaba con aquellos felices tiempos en que el futuro era una promesa
y él tenía veinte años, la edad en que todos los futuros parecen
habitables. El pie de foto ignoraba su nombre. La cámara solo captó la
cáscara de sus sueños. Quizás un defenestrado de la nomenklatura que no
supo reconvertirse a tiempo en demócrata y nuevo rico, de modo que las
vacaciones en Marbella le están vedadas. O un mujik rojo que persiguió
durante toda su vida, desde su remoto koljós, el espejismo de un futuro
equitativo y justo. O un humilde tornero que intentó diseñar la pieza
exacta para la luminosa maquinaria del porvenir. Sin darse cuenta, como
Serguei Boronov, de que "estamos condenados a la esperanza" en un mundo
donde algunos encargaron, con la doctrina de Lenin, trajes a la medida
de sus ambiciones, y la mayoría fue convencida de la comodidad y la
elegancia de las camisas de fuerza. Hoy, los más ágiles y atentos a los
vaivenes de la moda, detentan un discurso demócrata, defienden la
sagrada libertad de empresa y asisten a misa. Los otros, duermen.
Felices sueños. Mejor sería no despertar. La vigilia es menos reparadora.
Mi padre también fue un comunista convencido en su versión caribeña:
fidelista. Abandonó en 1959 su puesto en una empresa norteamericana para
ingresar al ejército como comisario político, y redujo dos tercios su
salario porque la patria lo necesitaba. Desde entonces blindó su fe en
El Señor contra las inclemencias del futuro. En 1985, cuando Fidel
Castro lanzó su "Proceso de rectificación de errores y tendencias
negativas" y criticaba en televisión el estado de los hospitales y las
escuelas, o los males que asolaban la economía del país —una vez
removidos los "tecnócratas" y restaurado su propio voluntarismo
económico, los males se esfumaron—, mi padre apagaba el televisor para
no ver a Fidel criticando a la Revolución. Lo peor fue cuando Él en
persona le dijo que "Ahora sí vamos a construir el socialismo". Treinta
y seis años de calentamiento es demasiado, incluso en las grandes ligas
del comunismo mundial. Es muy difícil aceptar que la mitad de tu vida ha
sido un prólogo. En 1990, un infarto masivo le ahorró el futuro.
A un amigo, ateo militante (y beligerante), siempre le recomiendo que no
discuta sobre asuntos de fe, inmune al razonamiento y la lógica. No por
casualidad la fe es la primera de las virtudes teologales, el
"asentimiento a la revelación de Dios", la "creencia que se da a algo
por la autoridad de quien lo dice", como reza el diccionario de la RAE.
Al ser la aceptación de un enunciado que dimana de la autoridad (humana
o divina), el creyente no necesita demostraciones ni pruebas. Al igual
que la confianza, la fe es una certeza de futuro, y el futuro se sabe
indemostrable.
La palabra hebrea emuná, equivalente de nuestra fe, significa firmeza,
seguridad y fidelidad, los tres ingredientes de una fe que no se concibe
sin alguno de ellos. Por eso en la Carta a los hebreos se afirma que "la
fe es la certeza de lo que se espera y la evidencia de lo que no se ve"
(Heb 11:1). Lo cual explica que Abraham acudiera con su hijo al monte
del sacrificio, como Dios le había ordenado (Heb 11:17; Stg 2:21-22),
dado que por entonces hombres y dioses se mantenían online.
El Fideísmo es la doctrina según la cual a Dios no se puede llegar por
la razón, sino solo por la fe, y afirma que el razonamiento es
prescindible y los argumentos sobre la existencia de Dios son falaces e
irrelevantes. A imagen y semejanza, el Fidelismo ha intentado durante
medio siglo imbuirnos la idea de que las decisiones que bajan "de
arriba" vienen dotadas de una sabiduría y de una información
privilegiada a la que jamás los simples mortales tendremos acceso, de
modo que nuestra única función, como buenos fieles, es apoltronarnos en
nuestra fe y obedecer.
En El triunfo de la fe sobre la idolatría, de Jean-Baptiste Théodon, la
fe es bella y enhiesta; la idolatría, rastrera. Por defecto, la fe es
tenida siempre como virtuosa —para lo contrario, necesitamos
adjetivarla—: esperanza, fidelidad, certidumbre, confianza, crédito,
rectitud, honradez… encontrarán en cualquier diccionario de sinónimos.
Todas palabras amables. Algo subrayado por el hecho de que una fe es
casi siempre la insistencia en convertir en realidad (realidad virtual)
lo deseado. De modo que el creyente invertirá su fe en religiones o
ideologías que encajen con sus ideas y deseos preconcebidos. Desde esa
perspectiva, es comprensible que tras medio siglo de república trucada
(desigual, corrupta, injusta), en 1959 la inmensa mayoría de la
población depositara su fe en el proyecto nacionalista y socialdemócrata
de La historia me absolverá, único documento programático del Movimiento
26 de Julio, como proyecto colectivo de renovación republicana.
La fe es empecinada, sobre todo aquella que se contrae a edades fértiles
de la imaginación. Y holística: interpreta la realidad como un todo que
no se puede reducir a la suma de sus partes. Fracasarán la economía y el
bienestar, las libertades y los derechos, pero ese todo que la fe llama
Revolución se mantiene, para sus creyentes, como una suprarrealidad
incólume. No es casual que en la Alegoría de la fe, de Luis Salvador
Carmona, el rostro de la fe está cubierto por un fino velo que tamiza la
realidad. Es el mejor modo de convertir tu fe de vida en una fe de erratas.
Hablo, desde luego, de la fe verdadera que nace de la necesidad de
materializar un deseo o una creencia, y que se confirma y cuaja en la
aprobación colectiva, de ahí que (mientras el mesías se mantuvo en pie)
las manifestaciones, las concentraciones, los desfiles y los mítines
fueran tan importantes como las misas y las procesiones de otros
tiempos. La multitud sigue a los símbolos de la nueva fe en los
desfiles, procesiones encabezadas bajo palio por la santísima trinidad
del marxismo; dialoga a través de sus aplausos con el nuevo mesías que
los exhorta desde el púlpito. Pero, sobre todo, la multitud se confirma
a sí misma. Cada hombre y mujer de la plaza se confirma en su vecino.
Hay que aplaudir, vitorear y responder con un sí o un no multitudinario
a las preguntas del líder. La disonancia es pecado, incluso el silencio
o la apatía. Cualquiera que desafine en la consigna será expulsado de la
orquesta. Y va cuajando la inmolación del yo al nosotros (aunque ese
nosotros sea el seudónimo de un solo Yo que lo suplanta). El creyente
habla de nuestra lucha, nuestros éxitos, nuestras victorias (las
derrotas vienen de serie con un culpable asignado) como si fuera su
protagonista, y no un mero peón de decisiones ajenas. El yo destituido
se consuela con la autoestima inflamada del nosotros. Es el puteado
obrero de Volgogrado (nuestro ruso adormilado de la foto, quizás) que se
duele por la pérdida de la grandeza soviética, potencia mundial, cuando
él era un puteado obrero de Volgogrado.
No hablo, desde luego, de la fe simulada. Esa es un mecanismo de
supervivencia (sumisión involuntaria) que responde a las leyes de la
física: desaparece cuando cesa la presión ejercida. Tampoco hablo de la
fe como coartada para el instinto depredador de un predicador ateo. Esa
responde a las leyes de la química: reacciona con la circunstancia y
trueca radicalmente el objeto de sus devociones. Rusia está plagada de
magnates que aprendieron de finanzas en el KGB.
Pero hay también conversiones de otra naturaleza entre quienes necesitan
una fe para apuntalar su alma a punto del derrumbe. Al caducar su fe en
el porvenir, el cubano ha echado mano a otra fe de repuesto. Tras casi
medio siglo de educación laica, cientos de miles han regresado a las
iglesias, y se ha mudado del armario a la sala el Corazón de Jesús o el
altar a Changó. Una sociedad que potencia la educación se muestra
comprensiva con ese ciudadano politeísta y bilingüe, que dispone de un
idioma para la asamblea y de otro para la intimidad, de un credo público
y de otro privado.
En cualquier caso, y aunque en franca mengua, todavía queda en la Isla
una feligresía empecinada en los antiguos dioses de la Revolución, sobre
todo entre los mayores de 60, aquellos que contrajeron su fe a edades
tempranas, aunque solo sea porque es muy doloroso reconocer que te han
timado tres cuartos de tu vida y casi todos tus sueños. La bancarrota de
las ilusiones es el peor evento posible, aunque no lo registren las
cotizaciones de la bolsa o las cifras macroeconómicas, sobre todo cuando
has invertido en ello todo el capital disponible: tu propia vida. Una
tarea de los constructores de futuro en Cuba será convencerlos de que
ese futuro también les pertenece. (Hasta donde sé, ningún código penal
del planeta condena la ingenuidad o la ignorancia, salvo que la buena fe
se haya traducido en autos de fe). Ellos son también parte de sus
activos, porque no de otro modo se construirá un nuevo país sobre las
ruinas del pasado.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/auto-de-fe-271289
No hay comentarios.:
Publicar un comentario