Sábado 20 de Marzo de 2010 10:49 Bertrand de la Grange, Madrid
Hace casi 20 años —fue exactamente en noviembre de 1989— tuve la mala
suerte de pasar un par de días en un calabozo en La Habana. Había sido
detenido por entrada ilegal en Cuba: suena increíble porque, como todo
el mundo lo sabe, el delito tipificado en el código penal cubano es más
bien el intento de salir ilegalmente del país. Los cubanos quieren salir
de la isla y no pueden, a menos de conseguir un permiso especial. Yo
quería entrar, pero no me dejaban.
Mi segundo delito era querer ejercer mis actividades de periodista sin
pasar por el Centro de prensa internacional, que se encarga de
"orientar" a los enviados de los medios extranjeros. Me gusta el verbo
orientar, pero en Cuba tiene una connotación de sumisión a la autoridad:
todo el mundo espera las "orientaciones" de arriba antes de hacer o
decir cualquier cosa.
Las orientaciones de Fidel —ahora las llaman "reflexiones", otra bonita
palabra si no fuera por el uso miserable que hace de ella el comandante
en jefe—, las orientaciones del tirano bajan al pueblo a través del
partido único y de los comités de defensa de la revolución, esos odiosos
CDR, que te hacen la vida imposible en tu propia casa.
Para evitar problemas, la inmensa mayoría de los cubanos actúan como si
estuvieran de acuerdo con el régimen. Los que se resisten se exponen a
la cárcel bajo la acusación alucinante de peligrosidad predelictiva. O
sea, te encierran para evitar que cometas un delito…
Una gran oportunidad
Al principio he dicho que había tenido la mala suerte de dormir en una
cárcel cubana. En realidad, fue una gran oportunidad. Porque ahí
descubrí una realidad que yo ignoraba entonces. Sabía que la revolución
había conculcado las libertades, pero lo que no sabía era que el régimen
castrista reservaba un trato aún peor a los negros. Creía que los negros
habían sido los grandes beneficiados. Estaba equivocado.
En el calabozo, yo era el único blanco. Todos los demás —unas doce
personas— eran negros. No eran negros cubanos, como Orlando Zapata. Eran
africanos, de Angola, del Congo, de Etiopía y de Mozambique. Todos
habían estudiado durante años en la isla de la Juventud, antigua isla de
Pinos, donde Fidel Castro fue encarcelado en 1953 en condiciones
inmejorables por la dictadura anterior, la de Batista.
A diferencia de Fidel, los africanos no habían matado a nadie. Se les
habían acabado las visas y la miserable beca que recibían. No podían
volver a sus países de origen porque no tenían dinero para comprar el
pasaje aéreo. Para sobrevivir, se dedicaban al mercado negro, como lo
hacen tantos cubanos. Y la policía los había detenido.
Mis compañeros estaban amontonados en condiciones infrahumanas, sin agua
y con una comida pésima. Algunos estaban en ese sótano hediondo desde
hacía 6 meses o más. Abandonados por sus embajadas y maltratados por la
revolución. Claro, no es comparable con el calvario vivido por Orlando
Zapata durante años. Sin embargo, esos 12 africanos tenían algo en común
con Zapata: eran víctimas de un régimen racista, que ha tenido la cara
dura de presentarse como el defensor de los negros.
A través de este incidente me topé con otra mentira más de parte de un
régimen construido sobre el engaño. Por eso, hoy no soy muy optimista:
no creo posible que la propia dictadura lidere el cambio y, menos aún,
que entregue el poder. No veo una transición democrática mientras los
hermanos Castro estén vivos. Además, no se puede descartar que Raúl
muera antes de Fidel. En cualquier caso, ninguno de los dos entregará el
poder por las buenas. Están encerrados en una resistencia numantina. A
diferencia de Chile, en Cuba no habrá plebiscito, como el que hizo —y
perdió— Pinochet.
El férreo control del Estado
No dudo de que sólo los cubanos pueden hacer los cambios, pero hay que
ayudarles, o mejor dicho, hay que hacerles ver que no están solos. Es
cierto que el régimen ejerce un poder totalitario que no deja ningún
resquicio para que la oposición se exprese y se haga conocer en la isla.
Es cierto que la inmensa mayoría de los ciudadanos no sabe nada de los
disidentes, siempre calificados de "mercenarios" por los medios
estatales; tampoco saben quién era Orlando Zapata y sólo han oído la
versión oficial que lo presenta como un "delincuente común manipulado
por los enemigos de la revolución".
¿Por qué los cubanos no saben nada de eso? Bueno, porque todos los
medios, sin una sola excepción, pertenecen al Estado y porque el aparato
de seguridad ha ejercido un control férreo durante más de medio siglo
sobre la vida de todos, desde el trabajo —lo pierden si se portan mal—
hasta la alimentación diaria. Los cubanos pasan todo el tiempo
"resolviendo", como dicen, la comida del día. Llevan siempre una bolsa
de plástico —la jaba, como la llaman— en caso de que encuentren algún
producto en el mercado negro o consigan algo en un agromercado, donde de
repente corre la voz que ha llegado fruta o verdura, por ejemplo.
En esto gastan los cubanos toda su energía. No hay tiempo para meterse
en problemas con el Gobierno. Y tampoco hay ganas, porque el costo es
altísimo: la pérdida del trabajo, el acto de repudio con las turbas
increpándoles si se salen del tiesto, y, lo peor, la cárcel donde se
pudren decenas de miles de sus compatriotas.
O sea, los cubanos han sufrido una lobotomía política. De tanto fingir,
de tanta doble moral y doble discurso, y de tanto esperar las
"orientaciones" de arriba, han perdido toda capacidad de iniciativa. El
muro de la doble moral es, finalmente, más sólido y más difícil de
derribar que el muro de Berlín.
La ayuda de la comunidad internacional
Pero de repente, surge un Orlando Zapata, o un Guillermo Fariñas,
dispuestos a dar lo único que tienen, la vida, como el mayor acto de
rebeldía posible.
Las huelgas de hambre no van a ablandar a los Castro: ambos han dado
infinidad de pruebas de su absoluta insensibilidad al dolor de los
cubanos. En cambio, esas huelgas, que terminan siempre en tragedias,
podrían tener efecto fuera de la isla, porque suscitan compasión y algo
de sentimiento de culpa en los Gobiernos y los Parlamentos europeos.
¿Qué puede hacer la comunidad internacional? Mucho más de lo que está
haciendo. Ya sé que los Castro, como ocurre con Corea del Norte, se
cierran aún más cuando se les aprieta. Hemos visto cómo la Unión
Europea, especialmente España, termina reculando bajo el pretexto de no
agravar las condiciones de la población. Y eso, en realidad, le da
oxígeno a la dictadura, sin mejorar la vida perra de los cubanos.
Hay, sin embargo, otra vía posible. Me pregunto siempre por qué la
comunidad internacional no castiga al sector privilegiado, la llamada
nomenklatura, que controla los pocos recursos económicos de la isla. A
diferencia de la inmensa mayoría de los cubanos, esa gente puede viajar
al extranjero y tiene inversiones en España y en otros países.
¿Por qué no se fiscalizan sus actividades, para ver de dónde sacan el
dinero que invierten fuera? ¿Por qué no se les prohíbe la entrada en la
Unión Europea, en Canadá y en los países latinoamericanos opuestos a la
dictadura castrista? Al verse acorralados, esos privilegiados, entre
los cuales figuran los militares de alto rango, empezarán a pensar que
su propio futuro pasa por el cambio político y la transición
democrática. Sólo ellos tendrían la capacidad de sacar a los Castro del
poder. No veo otra salida.
http://www.diariodecuba.net/opinion/58-opinion/802-como-sacar-a-los-castro-del-poder.html
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